¿Desinstitucionalización? Es un término cuyo solo enunciado nos debe afanar. La democracia y el Estado de Derecho son imposibles sin unas instituciones operantes. Y solamente se entiende que operan si están cumpliendo las funciones que les asigna la Constitución; si cumplen su rol dentro de una estructura previamente definida; si inspiran confianza en el pueblo; si son posibles, dentro de sus reglas, las relaciones entre las ramas y órganos del poder público; si, para la toma de decisiones de interés público, no se depende del caudillismo ni del culto a la personalidad; si es posible que la sociedad se desenvuelva dentro de unas reglas y no al vaivén de las vías de hecho, ni según los caprichos de gobernantes o de mandos medios; si el sistema de frenos, contrapesos y controles funciona; si los conflictos se resuelven con arreglo a las normas, y si hay posibilidad real y material de acceso a la justicia; si obra el sistema judicial; si hay una estabilidad mínima de la normatividad; si existen y operan mecanismos institucionales de mantenimiento y restablecimiento del orden público; si hay una vigencia efectiva y cierta del ordenamiento y la observancia generalizada de los principios y mandatos del mismo; si hay una mínima seguridad jurídica que garantice un responsable ejercicio de la libertad; si la convivencia tiene lugar bajo el imperio del Derecho y no según la ley del más fuerte.
En suma, en un Estado auténticamente democrático, la actividad de las ramas y órganos del poder público, la de los partidos políticos, la de los gremios, la de los particulares, las de gobernantes y gobernados, el ejercicio de los derechos y libertades, el cumplimiento de los deberes y cargas; el uso de las atribuciones del poder público –dentro de un concepto de separación, sin perjuicio de la colaboración armónica-, han de desarrollarse de conformidad con el orden jurídico y las pautas institucionales.
En una dictadura no hay necesidad de verificar ninguno de los señalados requisitos, porque para saber cómo se debe obrar y que “se tiene” o “se puede” hacer, reclamar o entregar, basta consultar la cambiante y caprichosa voluntad del gobernante o de sus esbirros. En un Estado de Derecho no es esa la pauta, sino las que indiquen las instituciones. Cuando ellas no se aplican o sus reglas no se cumplen, o cuando las instituciones presentan en su funcionamiento fallas de tal magnitud que las hacen inoperantes, todo el organismo estatal acusa señales de malestar que tienden a expandirse, y si no se toman a tiempo medidas orientadas al restablecimiento de la institucionalidad y a la recuperación de la efectiva vigencia del orden jurídico, se entra necesariamente en crisis, en la perversión y ruina del sistema y en el caos.
Ciertos hechos, como la parálisis de la justicia; su creciente desprestigio y el del Congreso; la pérdida de credibilidad del Gobierno; la politización de tribunales y órganos de control; el traumatismo que sufre el control fiscal; la inoperancia del control político en cabeza del Congreso; la cada vez más frecuente inobservancia y la inestabilidad de la Constitución y de las leyes; la inseguridad jurídica imperante; la ambivalencia en la toma de decisiones fundamentales; la incapacidad del Ejecutivo para garantizar el orden público y la seguridad del ciudadano..., hacen pensar que Colombia padece el síndrome de la desinstitucionalización.