Como lo hemos dicho varias veces, tanto en el Acto Legislativo como en el proyecto de ley hay vicios de trámite y disposiciones que, de fondo, chocan con la letra y el espíritu de la Constitución de 1991, que justamente el 7 de julio cumple 25 años desde su entrada en vigencia. De modo que el papel de la Corte Constitucional, como máximo tribunal encargado de la guarda de la integridad y supremacía de la Carta Política, resulta trascendental en este momento histórico. Revisa automáticamente, por mandato de la misma Constitución, el proyecto de ley estatutaria, y seguramente habrá demandas contra el Acto Legislativo que se acaba de promulgar.
Precisamente, para eso se concibió la figura del Tribunal Constitucional. En defensa del imperio de la Constitución; en procura de unas instituciones firmes, fundadas en los postulados que tuvo en cuenta el Constituyente al fundar el Estado; en defensa del sistema democrático y del Estado Social de Derecho; como salvaguarda, imparcial y determinante, del orden jurídico.
Los tribunales constitucionales no han sido consagrados para complacer al gobernante, ni para sacar adelante sus proyectos. El incienso no es lo suyo. Les corresponde respetar y hacer respetar la Constitución, declarando si una determinada regla de Derecho la desarrolla o la contraría. Su función en la democracia es clave para lograr, mediante sentencias definitivas y vinculantes, de efectos erga omnes, que la Constitución no periclite; que no sea ahogada por las ambiciones políticas o las consideraciones de conveniencia momentánea; que no sea burlada, ni tergiversada; que sus valores se realicen; que sus principios se observen; que sus normas no se queden escritas. Nada más, pero tampoco nada menos.