in dejar de reconocer la importancia de las actuaciones de la Corte Suprema de Justicia y de la Fiscalía en los últimos años, lo cierto es que la administración de justicia debería reflexionar acerca del rumbo que –cada vez con mayor frecuencia- toman los procesos penales cuando se fundan únicamente en testimonios. No es raro que, por una declaración irresponsable o interesada, se perjudique irreparablemente a personas honestas. Eso –de suyo- es una injusticia.
Acontecimientos recientes, como la absolución del Almirante Arango Bacci y la del ex presidente del Congreso Carlos García Orjuela, muestran que en ocasiones, aunque después –en el momento de dictar sentencia- se corrija lo actuado, se toman de entrada decisiones apresuradas sobre la libertad de las personas, su honra y su buen nombre, solamente porque algún procesado en trance de obtener beneficios, o de acogerse al principio de oportunidad, decide mencionarlas, endilgándoles relación con organizaciones delictivas.
Al menos en los dos casos mencionados, los afectados no tenían en su contra pruebas contundentes que los comprometieran, tal como con posterioridad se corroboró por los falladores, pero sin embargo fueron privados de la libertad, conducidos a la reclusión y mantenidos en ella por largo tiempo, con gran escándalo y enorme despliegue periodístico; con inmenso daño a las familias; con las anejas consecuencias de la pérdida de la confianza y del reconocimiento colectivo; con el perjuicio causado a su actividad profesional, a su trabajo, a su carrera –militar en un caso, política en el otro-.
Es lo cierto que esas personas, así perjudicadas, tienen derecho a demandar al Estado, y que probablemente, quién sabe dentro de cuántos años, los contribuyentes deberemos pagarles cuantiosas indemnizaciones, pero será muy difícil que se les restituya, en calidad, el tiempo perdido, o que sean justamente resarcidos por las humillaciones de las que han sido objeto.
Piénsese, por ejemplo, en el impacto que las detenciones han causado en los hijos de los afectados; en sus esposas; en sus padres. Los noticieros de televisión abrieron con imágenes de las capturas, y mucha tinta corrió en los periódicos, dando crédito a los testimonios. Públicamente se creyó más en la palabra de sicarios morales que en la presunción de inocencia.
Por si fuera poco, estos y otros casos han dejado el prestigio internacional de Colombia por el suelo, ya que muchos medios nacionales e internacionales -que registraron con gran bombo las capturas- no hicieron lo propio con las absoluciones.
Ahora bien, no me cansaré de repetir que la validez del testimonio como prueba contra alguien no puede considerarse absoluta, y si bien el testimonio es un medio de prueba que no se puede descartar de plano, debe confrontarse con otras pruebas, y el administrador de justicia no debe acudir a él sino mediando su crítica.
Sobre los testimonios interesados, ya dijo Jaime Balmes en “El criterio”: “…quien refiere acontecimientos en cuya verdad o apariencia tiene grande interés, es testigo sospechoso; prestarle crédito sobre su palabra sería proceder ligeramente”.