Hablamos de la majestad de la justicia, precisamente porque a sus decisiones, aunque no se compartan se someten tanto el Estado -incluidos los gobernantes- como los particulares.
No cualquiera puede ser juez o magistrado. La importancia y los trascendentales efectos del ejercicio mismo de la función y el poder que adquiere quien asume las atribuciones judiciales exigen, de suyo, un alto grado de preparación académica, conocimiento jurídico, formación específica y permanente estudio y actualización en el área respectiva, experiencia, capacidad de raciocinio -en Derecho y en lógica-, ponderación, conciencia de la altísima responsabilidad implícita en el cargo y, ante todo, ética, imparcialidad, dignidad e independencia. Si falta cualquiera de esos elementos, no estamos ante un buen juez o magistrado.
El artículo 228 de la Constitución destaca que la administración de justicia es función pública y que las decisiones judiciales son independientes. En ello debemos insistir, vistos algunos acontecimientos recientes. La decisión de un juzgado o tribunal -menos aún si se trata de la que deba adoptar una de las más altas corporaciones- no puede depender de insinuaciones o propuestas del Gobierno, de un partido político, de un ex presidente de la República, o de un amigo o familiar. Tampoco de una campaña mediática, ni de titulares noticiosos, columnas o editoriales, ni de encuestas o mediciones de opinión.
Y menos todavía puede depender una providencia judicial de compromisos políticos contraídos ante personas o grupos, o de “estímulos” económicos o burocráticos, por cuanto todo ello no es más que corrupción y delito, ofende y avergüenza.
Por definición, quien administra justicia está por encima de todo eso que, a título de ejemplo, enunciamos. El punto de referencia de las resoluciones judiciales está y debe estar, siempre, exclusivamente en el Derecho, en la Constitución y en las leyes vigentes.
Hay algo que la jurisprudencia constitucional ha denominado autonomía funcional del juez. Sin perjuicio de los recursos y las instancias, ni siquiera el superior del juez competente le puede indicar o sugerir cómo debe fallar.
De un episodio judicial de estos días resultan, al menos, dos enseñanzas:
-Todos estamos obligados a respetar a los jueces y magistrados, sus decisiones -aunque no las compartamos- y su plena autonomía e independencia. Nadie interesado, directa o indirectamente, en un asunto judicial tiene por qué estar llamando o buscando a un juez o magistrado para hablarle del caso.
-Los jueces y magistrados deben hacerse respetar, y rechazar cualquier influjo, presión, llamada, sugerencia o propuesta que gire en torno a un asunto judicial puesto a su conocimiento. Lo excluyen tanto los principios constitucionales como las leyes y la jurisprudencia, y lo prohíben expresamente los reglamentos.
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