Opinión: Tribultura. Por Diego Alejandro Hernández Rivera Destacado

22 Feb 2018
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En diciembre del año pasado, el Congreso de la República expidió la Ley 1874 de 2017, que modificó la ley general de educación con miras a restablecer la enseñanza obligatoria de historia colombiana en la educación básica y media. La iniciativa tiene un origen netamente político, con respaldo constitucional por supuesto, pues tal como lo establecen los artículos primero y quinto, los estudios en historia deben hacer énfasis en “las dinámicas de conflicto y paz que ha vivido la sociedad colombiana” con miras a promover“la formación de una memoria histórica que contribuya a la reconciliación y la paz en nuestro país.”

La expedición de la ley me hizo caer en cuenta de una de las múltiples deficiencias del sistema educativo colombiano que, al margen del proceso de paz que con tanto esmero han legitimado y deslegitimado sus precursores y opositores, ha pasado inadvertida, tal vez escudada tras un velo de aparente complejidad o tal vez oculta tras un premeditado desinterés.

En efecto, una de las principales fuentes de ingresos en la economía de un Estado son los recursos del orden tributario. El artículo 95 de la Carta Política consagra en cabeza de todos los colombianos el deber de contribuir, entendido este como el deber de todos de sufragar las cargas públicas a través de, fundamentalmente, los tributos (impuestos, tasas y contribuciones especiales). Sin embargo, ese deber consagrado en el 95 superior parece estar relegado para un grupo limitado de personas, que son quienes comúnmente deben cumplir los deberes formales tributarios ante la administración.

Esa tendencia a delimitar el deber de contribuir a un grupo determinado de personas, olvida que uno de los elementos fundamentales de un verdadero sistema tributario es la existencia de cultura tributaria en los ciudadanos, que no es más que una apropiación consciente del deber de contribuir reflejado en la honra de las cargas fiscales y los deberes que a ellas se ligan. Y olvidan también que esa apropiación consciente puede construirse desde las escuelas y colegios, y que es más sencillo fomentar el deber de contribuir a edad temprana que tardíamente.

Con todo, ¿a cuántas personas en sus colegios les explican que es un impuesto?, ¿cuántos de nosotros han pasado por una cátedra de cultura tributaria? o ¿a cuántas personas de niños nos han enseñado, incluso de manera pedagógica, que debemos contribuir con los gastos del Estado?, creo que la respuesta es: a ninguno. En casi dos décadas de vigencia de la Constitución de 1991, con contadas excepciones de esfuerzos promovidos por administraciones locales, no hay registros de iniciativas por implementar una cátedra que permita a los futuros ciudadanos apropiarse conscientemente del deber de contribuir.

Y me pregunto, con tan alarmantes cifras de evasión y elusión, con una tendencia global que día a día muta para adaptarse y brindar soluciones a los fenómenos que pretenden erosionar las bases impositivas, ¿no sería lógico empezar a educar a nuestros ciudadanos en contra de la cultura de la evasión?

Resta mucho por hacer, los retos no son sencillos y la manera de articular un proyecto de tal envergadura requeriría más de una década para que se empiecen a ver los frutos reales de tal labor, pero ha llegado el momento de hacerlo, y desde la academia y desde lo profesional deben unirse todos los esfuerzos para construir una verdadera cultura tributaria en nuestro país.

 

 

Diego Alejandro Hernández Rivera

Miembro del Centro de Estudios Integrales en Derecho (CEID)

Twitter: @CentroCeid.

CEID

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