JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
Foto tomada de eltiempo.com
Por la prensa nacional nos enteramos de que en Bogotá un energúmeno asesinó a su vecino a puñaladas, lo arrastró y lo lanzó al vacío desde un tercer piso, y todo porque la víctima le solicitó disminuir el exagerado volumen de su equipo de sonido.
Se trata de un episodio que, además de la natural aunque pasajera conmoción que causa en el interior de la sociedad, suscita la inquietud y la justificada preocupación desde el punto de vista de la psicología social, de la educación y del Derecho.
Infortunadamente, no es este un caso único. Por el contrario, estamos ante una conducta que se repite constantemente en nuestras ciudades, y la mayor parte de las veces pasa inadvertida porque todo se limita al dolor que genera en el entorno familiar y al trámite policivo correspondiente, no siempre con la consecuencia jurídica que debería tener para el agresor. Los medios de comunicación solamente destacan estas situaciones cuando, por sus características desproporcionadas o increíbles, se convierten en noticia.
Este tipo de homicidios, por motivaciones verdaderamente absurdas, está convirtiéndose en práctica muy extendida, y causa grave daño a la convivencia ciudadana. Unas veces por celos; otras como respuesta a una ofensa verbal; en otras ocasiones por diferencias en cuanto al monto o la existencia de una deuda de pocos pesos; por causa de un choque entre automóviles; o por la actitud pendenciera de un borracho en un bar o discoteca…y por mil motivos más, la mayoría de ellos baladíes.
El fenómeno de la intolerancia, que obedece, entre otras causas, al egoísmo exacerbado, a la incapacidad individual de auto-control, a las falencias en la educación, a la exaltación social de la violencia y a la generalizada falta de consideración hacia los demás, no es nuevo. Al contrario, es una vieja muestra de la imperfección del ser humano, que inclusive ha dado lugar a no pocas guerras a lo largo de la Historia.
Evidentemente, la intolerancia y el desprecio por la vida humana han tenido en Colombia manifestaciones espantosas, de lo cual dan testimonio hechos tan vergonzosos como la violencia política entre liberales y conservadores, la extinción sistemática de la Unión Patriótica o las masacres cometidas por los paramilitares. Además, no son fenómenos exclusivos de este país, como lo atestiguan el racismo, o el extremismo político o religioso, que se dan en muchas partes.
Pero ello no implica que dejemos de reflexionar –lo debería hacer el país con seriedad- sobre cómo tratar este delicado asunto en nuestro medio.