En la maravillosa obra de FRANCISCO LIEBER, “La moral aplicada a la Política”[1], se hacen las siguientes reflexiones –que a pesar de tener más de un siglo, parecieran haberse escrito apenas ayer- sobre el peligro que comporta el fenómeno de la “popularidad” cuando ésta pretende sustituir la legalidad. Dejamos pues a nuestros lectores los siguientes “elementos de juicio”:
“(…) LII.- La popularidad considerada como un honor digno de ser obtenido sólo por lo que vale en sí mismo no es menos peligrosa para los ciudadanos que la buscan que para los pueblos que la conceden por motivos meramente personales. Nada hay más peligroso para la LIBERTAD que el permitir que un ciudadano dirija o gobierne un país por medio de su gran popularidad; cuanto mayor sea ella y más extenso su dominio, tanto más ruinosos serán sus efectos, porque la energía política del Estado se condensa en un hombre y de él recibe su impulso. Las instituciones pierden por consiguiente sus fuerzas; la legítima influencia de la ley se debilita y la comunidad se hace incapaz para la práctica de la libertad civil. Si el caudillo colocado por el pueblo más allá de la línea que no debería permitirse pasar jamás a ningún ciudadano, es turbulento y sin ningún principio que regule su conducta, llegará a convertirse en un usurpador vulgar. Aun en el caso de que fuese un espíritu elevado, de nobles antecedentes y no tuviese en vista el caudillo otra cosa que el bien común, las consecuencias de su popularidad personal serían siempre desastrosas.
Si el Pueblo entrega gustoso el gobierno en manos de un paladín tan glorioso como Pericles, a causa de su popularidad y le acuerda una influencia superior a la ley; si confía en él porque lo ha cautivado con su persona y no con la fiel observancia de las instituciones, tendrá el pueblo que conformarse con un demagogo tan ensoberbecido como Cleon cuando la muerte le arrebate su glorioso jefe. El monarca que hace depender el gobierno de su personalidad, por más brillante que sea, sin preocuparse del cumplimiento de las leyes, no trabaja en beneficio del Estado. Desgraciadamente los príncipes de más ilustración se precipitan fácilmente en este grave error político.
LIII.- Las naciones que amen sus libertades deben cuidar con celo de no dejar crecer demasiado ninguna popularidad que no se encuadre estrictamente dentro de los límites de la ley, impidiendo la preponderancia de las influencias que puedan perjudicar las instituciones, máxime cuando el riesgo procede de prepotencias personales. Hay que ser inexorable en esto. La menor debilidad conduce infaliblemente a la tiranía.
Lo dicho no excluye la opinión franca y leal de que vamos a ocuparnos enseguida. Hablamos de la popularidad que no solo se opone a las instituciones y que infringe las leyes sino que llega a ocupar el lugar de la administración. Semejante popularidad da origen a los demagogos, hombres que la conquistan por malas artes alagando las pasiones brutales o lisonjeando la ambición. Después de Pericles, puede decirse que la demagogia se hizo una institución en Atenas. Lo propio sucedió con el nepotismo de los Papas del siglo XV. Lo doloroso de todo esto, es que la demagogia arrastra a la democracia a una triste decadencia. Cuanto más restringe y limita la acción de las instituciones, cosa que los demagogos no dejan jamás de hacer, aumenta el poder irresponsable y la influencia ilimitada del caudillo, bajo la ilusoria apariencia de otorgar mayor poder al Pueblo”.
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[1] Obra traducida del inglés por Carlos Casares y Federico Saenz de Urraca, bajo la dirección de Enrique Azarola, Montevideo. Ed La Minerva, 1887, p. 297-298.