El debilitamiento de la autoridad paterna
En el siglo II de nuestra era, el derecho gentilicio de la Roma antigua cayó en desuso: totum gentilicium ius in desuetudinem abiit[1]; y de los principios sobre los que reposaba la familia patriarcal, como el del vínculo agnaticio o el del poder ilimitado del pater familias, sólo quedan reminiscencias casi arqueológicas.
Mientras que, en la antigüedad, el único parentesco legítimo era el que creaba la descendencia masculina, o agnatio, en la época en que nos situamos también estaba legalizada la cognatio, o parentesco por la rama de la mujer; de este modo quedaba desbordado el ámbito estrictamente conyugal.
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A finales de la República, la mujer romana había logrado que se le reconociera el derecho formal sobre sus hijos, tal como se le reconocía al padre. Las fórmulas legales del pretorado le habían concedido el derecho a la custodia de su progenitura, tanto en caso de tutela como en el de mala conducta del cónyuge. Con Adriano, instigador del decreto senatorial Tertuliano, la mujer con tres hijos logró que la herencia de su difunto marido, cuando no tenía otra descendencia ni hermanos consanguíneos, se repartiera ab intestat (por sucesión) entre aquéllos, aunque hubieran nacido fuera del matrimonio. Con Marco Aurelio, por el decreto senatorial Orfitiano, promulgado en el año 178, se otorgaba expresamente el derecho de sucesión de los hijos a la madre, fuera cual fuere la validez de la unión en que hubieran nacido; de este modo los situaba por encima de los parientes <<agnados>> del difunto. Con este decreto culmina la evolución que minó el antiguo sistema de sucesiones civiles, socavando de este modo la concepción fundamental de la familia romana y otorgando a la filiación por consanguinidad el mismo peso que hoy tiene en nuestras sociedades. A partir de este momento la familia romana se basa en la coniunctio sanguinis porque, como nos anticipa Cicerón con hermosas palabras en su obra De Officiis, la comunidad natural es la más apropiada para unir a los seres humanos con unos lazos de benevolencia y caridad (et benevolentia devincit homines et caritate)[2].
En el mismo período, los dos rasgos esenciales de la patria potestas, la autoridad absoluta del padre sobre sus hijos y la autoridad absoluta del marido sobre la mujer que tenía a su cargo (in manu), como si se tratara de una de sus hijas (loco filiae), se habían ido desdibujando gradualmente. En el siglo II de nuestra era prácticamente habían desaparecido. El pater familias dejó de tener sobre sus hijos el derecho de vida y de muerte que las Doce Tablas y las leyes sagradas, pretendidamente reales, les habían otorgado. Es cierto que aún poseía el terrible derecho, del que gozará hasta el año 374 de nuestra era, momento en que quedaría abolido gracias a la influencia del cristianismo, de abandonar a sus recién nacidos en los vertederos públicos, donde perecían de hambre y de frío[3] si la piedad de un transeúnte, mensajero e instrumento de la bondad divina, no los salvaba a tiempo.
Es de suponer que, cuando se trataba de alguien pobre, era fácil que recurriera más o menos gustosamente a esta forma de infanticidio legal. Por ello, a pesar de las aisladas protestas de algunos predicadores estoicos como Musoius Rufus, el pater familias siguió abandonando sin remordimientos a sus hijos, sobre todo a los bastardos y a las hijas, ya que las inscripciones del reinado de Trajano indican que la ayuda para manutención en el primer año de vida sólo se concedió a los hijos bastardos o spurii de una misma ciudad y en el mismo año, frente a los 179 hijos legítimos, repartidos entre 34 hembras y 145 varones, a los que se concedió. Evidentemente, esta desigualdad explica por qué la mayoría de las criaturas abandonadas eran hembras o hijos ilegítimos[4]. Pero, desde el momento en que los tomaba bajo su protección, el pater familias ya no podía desembarazarse de ellos; no podía decidir su venta, o mancipatio, situación que en otros tiempos les condenaba sin remedio a la esclavitud, ya que sólo estaba tolerada con fines de adopción o de emancipación; ni su ejecución capital, que tolerada aún en el siglo I a. C., tal como lo demuestra la suerte de un cómplica de Catilina, Aulus Fulvius, en el siglo II estaba considerada como un crimen. Antes de que Constantino calificara de parricidio el asesinato de un hijo por su padre, Adriano ya había deportado a una isla a un pater familias que, en el transcurso de una cacería había matado a su hijo por haber deshonrado sus segundas nupcias[5]. El emperador Trajano obligó a otro, que simplemente había maltratado al suyo, a emanciparlo enseguida y a renunciar a cualquier posible herencia que pudiera recibir en el futuro[6].
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Así, a finales de la República la emancipación del hijo había cambiado tanto en su forma como en su contenido. En lugar de serle aplicada como una penalidad que, aunque inferior a la muerte o la esclavitud, lo condenaba a una situación más que penosa, ya que al romper los lazos familiares quedaba excluido de todo derecho a la herencia, el nuevo sentido de la mancipatio le proporcionaba una situación ventajosa; gracias a la jurisprudencia pretoriana de la bonorum possessio, establecida a comienzos del principado, se les consideró capacitados para adquirir y administrar sus propios bienes sin por ello verse privados de los derechos de sucesión. Mientras estuvo considerado como un castigo, los cabeza de familia no solían emplear este derecho con sus hijos; pero cuando se convirtió en un bien para ellos, se sintieron aliviados de su pesada carga y lo empezaron a poner en práctica. Una vez más las leyes se modelaban según los sentimientos; la opinión pública, que censuraba la atroz severidad del pasado, en tiempos de Trajano y Adriano exigía, ya no la omnipotente autoridad paterna, sino la ternura piadosa a la que hacía alusión una jurisconsulto del siglo III: patria potestas in pietate debet, non atrocitate consistere[7].
Para renovar el ambiente de la familia romana y anudar las relaciones entre padre e hijo, era preciso que se diera una atmósfera afectiva absolutamente contraria a la aridez y al rigor disciplinario del que Catón el Viejo había hecho gala en su hogar, es decir, semejante a la que en la actualidad se respira en nuestras familias. Cuando examinamos la literatura contemporánea vemos que está plagada de ejemplos de padres de familia cuya autoridad se traduce en indulgencia, y de hijos que, en vida de sus padres, actúan como absolutos dueños de sí mismo. Plinio el Jove, cuyos matrimonios fueron estériles, pide para los hijos de sus amigos la independencia de conducta y de decisiones que con seguridad no hubiera negado a los suyos, ya que la idea de independencia había arraigado en las costumbres y, para las <<gentes de bien hacer>>, formaba parte del decoro social. <<Un padre –escribe Plinio- reñía a su hijo por sus derroches… Cuando el joven se marchó, le dije: ¡Ten calma! ¿Es que tú nunca hiciste nada que mereciera una reprimenda de tu padre?>>[8].
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Plinio tenía razón al aconsejar la mansedumbre o, si se prefiere, ese liberalismo que tanto nos agrada. Pero los romanos no supieron encontrar la medida. No contentos con atenuar su severidad, cedieron ante una corriente de excesiva complacencia. Al no querer dirigir a sus hijos, se dejaron gobernar por ellos y se deleitaron cumpliendo con su deber de dejarse la piel para satisfacer sus caprichos. Pero lo único que consiguieron fue crear una clase de ociosos y derrochadores parecidos al Philomusus cuyas desventuras nos cuenta Marcial; este personaje, tras derrochar toda la herencia paterna, se encuentra con menos medios que cuando su padre le administrara el dinero por mensualidades: <<Tu padre, Philomusus, te había asegurado unos ingresos de 2.000 sestercios mensuales que te hacía administrar a diario; pero, ¡ay Philomusus!, cuando al morir te nombró su único heredero, te desheredó.>>[9] Desgraciadamente, la herencia no fue el único tributo que hubieron de pagar estos romanos por su triunfante individualismo. En el silo II de nuestra era, el temple de los caracteres romanos se había debilitad. Al mismo tiempo que desaparecía el duro semblante del pater familias tradicional, empezó a dibujarse la grotesca figura del hijo de buena familia, ese eterno niño mimado de las sociedades que han adquirido el hábito del lujo y han perdido los valores. O mucho peor: vemos ya perfilarse el rostro siniestro del padre que, por afán de lucro, no teme corromper la esperanza de una raza y la educación de los adolescentes que están bajo su tutela. Éste fue el caso del gran abogado Regulus, rival y enemigo de Plinio el Joven. Había consentido a su hijo todos los caprichos. Le construyó una pajarera cantarina y parlanchina de mirlos, ruiseñores y papagayos. Le compró perros de todas las razas. Le consiguió ponies galos para tiro y para montar. Pero, en cuanto hubo muerto su mujer, cuya inmensa riqueza había pagado todos sus regalos, se apresuró a emanciparle a fin de que el joven pudiera disponer de la fortuna materna, se diera al goce indiscriminado y se la dejara a su padre después de una vida que los excesos hicieron muy breve[10]. Seguramente, este no es más que un caso aislado cuya monstruosidad escandaliza a Plinio. Sin embargo, es suficiente con que se produjera; y esto no hubiera sido posible si las mujeres no hubieran estado liberadas, tanto o más que los hijos, del sometimiento que antaño había padecido la familia romana con el ejercicio de la patria potestas, sometimiento que desapareció al mismo tiempo que ésta perdía todo su poder.
TOMADO DEL LIBRO: "LA VIDA COTIDIANA EN ROMA EN EL APOGEO DEL IMPERIO" de Jerome Carcopino.
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[1] GAIUS, Institutes, III, 17. Acerca de la patria potestas y la autoridad paterna, cf., en último término, las memorias de KASER, en la Zeitschrift der Savigy, Röm. Abt., 1938, pp. 67-87 y 88-135
[2] CICERÓN, De Off., I, 17, 54.
[3] O devorados por los perros vagabundos, cf. CUMONT, Égypte des Astrologues, 187, n. 2.
[4] Acerca de estas estadísticas, cf. mi artículo en la R.E.A., 1921, sobre la diatriba de MUSONIUS RUFUS, Ƞάντα τα ϒƖνόμενα τέxνα θϭεπτíον, cf. el Pap. Harr., I. Publicado por J. ENOCH POWELL, Archiv f. Papyrusforschung, 1937, pp. 175-178
[5] Ejemplo de Adriano, ap. Dig., XLVIII, 9, 5.
[6] Ejemplo de Trajano, ap. Dig., XXXVII, 9, 5.
[7] MARCIANO, en tiempos de ALEJANDRO SEVERO, en Dig., XLVIII, 9, 5.
[8] PLINIO EL JOVEN, Ep., IX, 12, 1
[9] MARCIAL, III, 10.
[10] PLINIO EL JOVEN, Ep., IV, 2, 3.