La violencia contra mujeres y niños en Colombia –sin que sea el nuestro el único país en el que se presenta- ha llegado a niveles que podemos calificar de inauditos.
En efecto, no pasa un día sin que la total indefensión de los menores, así como la cobarde y casi siempre impune vulneración de sus derechos, se confirmen y reconfirmen a raíz de la divulgación de casos aberrantes. Y en cuanto a la mujer, el escándalo suscitado por causa de la confesión del “Bolillo” Gómez no ha hecho sino poner de moda –en una actitud colectiva no exenta de morbo ni de doble moral- un tema de vieja data respecto al cual la regla predominante ha sido la indolencia social.
Frente a esa realidad dramática, cuyo profundo arraigo en amplias capas de la sociedad en todos los estratos es innegable, el Estado tiene que actuar, y adoptar medidas que vayan más allá de los lamentos oficiales o de la búsqueda de un técnico extranjero para la Selección Colombia.
Aunque ciertamente su eficacia no alcanzó a ser probada por razón de decisiones judiciales, cuando se estableció el “muro de la infamia” para los violadores de menores (ya condenados por la justicia), una posición jurídica que respetamos pero que no hemos compartido hizo énfasis en la defensa de la honra y el buen nombre de los delincuentes más que en los derechos de las inocentes víctimas.
Contra la violencia intrafamiliar se han dictado normas, pero su aplicación ha sido inane gracias a la complicidad del silencio y a la falta de denuncia, y lo cierto es que la ferocidad de muchos energúmenos continúa igual o peor que cuando no las habían expedido. Prevalece el irrazonable concepto de la abnegación y el sacrificio, supuestamente en aras del hogar. De donde resulta que, pese a la tan proclamada liberación de la mujer, se cuentan por miles las que creen estar obligadas a soportar los maltratos de sus esposos o compañeros permanentes.
Los fundamentos de esa sujeción –forzada a veces, voluntaria casi siempre, y por tradición- están en motivos tan disímiles como la dependencia económica de la mujer respecto al hombre, una mal entendida fidelidad o las reconciliaciones en el lecho.
En lo que atañe a crímenes en contra de los niños –y esto es mucho más grave-, se multiplican vertiginosamente: están poniendo a prueba tanto la eficacia del sistema jurídico como la capacidad de reacción de la sociedad.