No es un buen antecedente jurisprudencial el surgido en los Estados Unidos, en el caso de los periodistas Judith Miller, del periódico The New York Times, y Mathew Cooper, de la revista Time, enfrentados a la posibilidad de pagar, con pena privativa de la libertad, su decisión de mantenerse en la negativa de revelar sus fuentes.
Como es bien sabido, por cuanto el caso ha copado la atención de los medios en todo el mundo, los dos periodistas no han querido revelar ante el Gran Jurado de ese país los nombres de quienes fueron sus fuentes respecto de informaciones publicadas por ellos a partir de una filtración que involucró el nombre de Valerie Plame, oficial de la CIA.
Con independencia de los detalles del caso, que guarda relación con la conducta tipificada como delito federal en los Estados Unidos, consistente en sacar a la luz pública el nombre de un miembro de la CIA, preocupa en alto grado que la decisión judicial relativa a los hechos haya consistido en impartir a los periodistas una orden para revelar la fuente de su información, además bajo el apremio de una sanción por desacato que implicaría, si guardan silencio al respecto, un término de prisión de 18 meses.
La SupremaCortede los Estados Unidos acaba de resolver que no revisará el caso, lo que en la practica significa devolver el expediente al despacho de origen, cuya resolución queda, entonces, en firme.
No cabe duda de que la reserva de la fuente ha constituido y constituye elemento invaluable que garantiza la libertad de prensa y el pleno ejercicio del derecho a la información. Si los periodistas se ven obligados a revelar de dónde han salido los datos e informaciones que publican, quedan sometidos a una disyuntiva ominosa, desde el punto de vista de la libertad: o se abstienen de efectuar la publicación, bien para no comprometer a la fuente, ya para evitar el requerimiento judicial, o porque, ante la perspectiva de la divulgación de su nombre y de las negativas consecuencias que ella puede acarrearle, la propia fuente represa la información; o se someten a procesos que pueden culminar, como en este caso, en sanciones, si, habiendo efectuado la publicación, insisten en preservar la reserva sobre el origen de la información.
Como puede observarse por la sola enunciación de estas alternativas, la posición del periodista resulta ser entonces de una gran dificultad, que se traduce a la vez en la vulneración del derecho de la comunidad a recibir información completa acerca de los hechos que el interesan, lo que contraviene de manera ostensible garantías contempladas en los Tratados Internacionales y en las declaraciones de derechos, así como en disposiciones constitucionales propias de sistemas democráticos, como el nuestro.
Afortunadamente, en Colombia, la reserva de la fuente está garantizada en la propia Constitución (art. 74), dentro del género de la protección al secreto profesional, y una reiterada jurisprudencia constitucional sostiene en este campo el derecho inalienable de los periodistas a conservarla.
El antecedente norteamericano, empero, repercutirá de suyo en el ejercicio mismo de la libertad e independencia profesional de los comunicadores, y ojala no desaliente a muchos de ellos, en distintas latitudes, en la noble tarea de brindar al público la información a que tiene derecho.