POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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Esta columna la escribo en términos exclusivamente jurídicos, a la luz de las competencias de las que disponen los servidores públicos en el Estado Social de Derecho.
De una parte, las sentencias judiciales deben ser cumplidas. Esa es una regla de oro del sistema democrático que no se puede esquivar como acostumbran algunos de nuestros funcionarios. En materia de tutela de los derechos fundamentales, las órdenes de los jueces -con mayor razón las de la Corte Constitucional, que es el sumpremo tribunal en materia de protección y salvaguarda de tales derechos- deben ser cumplidas de manera inmediata, como lo señala el texto inquívoco del artículo 86 de la Constitución y lo reitera el Decerto 2591 de 1991. De lo contrario, cabe el incidente de desacato al que se refiere el artículo 52 del mencionado Decerto.
En los términos del citado artículo 86 de la Carta Política, el Procurador Alejandro Ordóñez -quien por la función constitucional que cumple no puede dar al país un ejemplo de desacato a los fallos judiciales, y debería ser el primero en hacerlo- está obligado a formular públicamente las rectificaciones que una Sala de revisión de la Corte Constitucional le ha ordenado mediante sentencia de tutela en relación con el aborto y la píldora del día después. Y ello, aunque no comparta el sentido ni las motivaciones de la providencia judicial.
Lo cierto es que ella tiene indudable carácter obligatorio y se profirió en defensa de los derechos fundamentales invocados por 1280 mujeres demandantes.
Lo propio debe ocurrir con las procuradoras delegadas, doctoras Ilva Myriam Hoyos y María Eugenia Carreño, quienes además deben modificar actos administrativos contenidos en oficios suyos sobre el particular, y “abstenerse de intervenir de manera infundada en el proceso de inclusión del misoprostol en el Plan Obligatorio de Salud”.
Pero, entendámonos: que el Procurador y sus delegadas deben respetar el fallo, ser fieles a su contenido y acatar puntualmente las órdenes impartidas, es algo que todos tenemos claro. Y así debe ser, pues de un lado está en juego el imperio del Estado de Derecho, y de otro si en un solo caso y a título excepcional por tratarse de quien se trata los motivos morales o religiosos de aquél contra quien se concede una tutela pudieran legitimar el desacato, estaríamos perdidos en todos los casos. Sencillamente, jamás podrían ser efectivamente amparados los derechos básicos.
Otro aspecto de la cuestión es el contenido de la sentencia de cuyo cumplimiento se trata. Y allí, del principio según el cual debe ser obedecida íntegramente y de inmediato no se deriva que a todos nos satisfagan los argumentos ni las conclusiones que se consignan en su texto. Y lo bueno de la Academia es justamente que podemos entrar en el análisis y, al menos, formular preguntas o inquietudes.
En cuanto al señor Procurador y las señoras delegadas, en su condición de servidores públicos, carecen de excusa para ofrecer resistencia -en cualquier forma- a lo dispuesto en la providencia. Al respecto, la Corte no reconoce la posibilidad de oponer la objeción de conciencia. En ese mismo proveído se reitera -a diferencia de lo que muchos pensamos con base en el artículo 18 de la Constitución, a cuyo tenor "nadie -las instituciones tampoco-... será obligado a actuar contra su conciencia"- que tal objeción no cabe en tratándose de instituciones. Es evidente que el Procurador y las procuradoras delegadas actuaron -y ahora deben actuar también- como representantes del Ministerio Público, es decir, institucionalmente. No se trata de su posición como personas naturales sino de decisiones que adoptaron en su condición, por causa y con ocasión del ejercicio de funciones públicas. Eso también está claro.
No obstante todo ello, cabe preguntar si la Corte Constitucional, a su vez, actuó dentro del ámbito propio de la función ejercida. Si no excedió los límites de su propia competencia en cuanto a revisión de tutelas al ordenar a una institución como la Procuraduría modificar su posición oficial sobre temas que escapan a la esfera de los jueces, como aquel según el cual “en Colombia, la anticoncepción oral de emergencia no tiene carácter abortivo sino anticonceptivo” (un asunto netamente científico). O respecto de los cuales no hay norma ni fallo que haya despenalizado, como cuando dice la Corte que la posición oficial de la Procuraduría debe ser la de sostener que las mujeres que hacen uso de la anticoncepción oral de emergencia “por fuera de las causales despenalizadas (subrayo) de aborto no incurren, en ningún caso, en el delito de aborto”. El punto es, cuando menos, controversial y, si la píldora del día después se toma por las mujeres precisamente después del coito, no parece una locura que alguien pueda legítimamente pensar que en caso de haber sido fecundado el óvulo por causa de ese acto sexual se produce en realidad un aborto.
La inquietud cabe, aun pese a lo dicho por la Organización Mundial de la Salud. Cuando menos, si la concepción ya se produjo, porque entonces, en tal caso, mal podría seguirse hablando de un "anticonceptivo".
Así, pues, sin entrar a asumir posición al respecto, pienso que no todo el mundo tiene que dar la misma respuesta, y que las apreciaciones de la Corte en un punto científico como ese pueden legítimamente no ser compartidas por todos los individuos o por todas las instituciones.
¿Obliga la Corte al Procurador a pensar como ella piensa, incluso en el aspecto científico, sobre la base de que en esta materia la suya -la de la Corte- es la única opinión válida?
Parece que los magistrados –lo digo con todo respeto y objetividad- incurren en la equivocación que endilgan al Procurador: tratar de imponer, mediante actos oficiales, sus propias convicciones en temas discutibles, haciéndolas obligatorias para todo el mundo.
Ahora bien: ¿se puede despenalizar una conducta por vía de tutela? ¿Y cómo podría ser ello si la Corte en esta sentencia parte del supuesto de que se trata del uso de la pastilla en referencia "por fuera de las causales despenalizadas"?