POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
En algunos sectores se ha extendido la creencia equivocada de que los magistrados de las altas corporaciones de justicia deben adoptar sus decisiones según conveniencia y no de conformidad con las normas jurídicas que aplican.
En estos días escuchábamos, por ejemplo, a un importante funcionario quejándose por una sentencia mediante la cual el Consejo de Estado condenaba a la Nación, y entre otras cosas decía que esa corporación debería cambiar su línea jurisprudencial y evitar en el futuro este tipo de fallos, en su sentir altamente inconvenientes.
Desde luego, al funcionario que hablaba le preocupaba la cantidad que, a título de indemnización, tendría que desembolsar el Estado, y desde ese punto de vista le parecía escandaloso el fallo, pero –sin conocer las motivaciones de la sentencia y sin reparar en el hecho de que se habían surtido dos instancias, en el curso de varios años de proceso- lo tenían sin cuidado los derechos de las víctimas y las arbitrariedades de los agentes estatales que habían dado lugar a la condena.
Similares críticas se oyen con frecuencia, y también exhortaciones públicas de ministros y otros servidores públicos, dirigidas a la Corte Constitucional o al Consejo de Estado para que resuelvan sobre asuntos a su consideración teniendo en cuenta las cifras y los argumentos de conveniencia y oportunidad.
Se suele olvidar que los jueces y tribunales no por sus deseos o tendencias, o por gusto, sino por obligación, por mandato de la Constitución y la ley; porque así lo juraron al posesionarse; por estar a su cargo la función de administrar justicia, que implica –en palabras de Ulpiano- “dar a cada cual lo que le corresponde”, y por la dignidad que significa la función judicial, tienen que resolver exclusivamente en Derecho. No se los puede invitar, presionar o instigar para que se aparten de la Constitución y la ley, o para que le nieguen el derecho a quien lo tiene, según las normas, con el pretexto del alto costo del mismo, y menos para que pasen por alto las formas de vulneración de aquél, para congraciarse con el Ejecutivo, porque entonces se los está invitando, presionando o instigando a prevaricar, y eso es inadmisible en un Estado de Derecho.
En lo que atañe a las condenas que provienen del Contencioso Administrativo, no se ve cómo los magistrados pudieran –como quieren algunos funcionarios y columnistas- pasar por encima o dejar sin aplicación, o inutilizar, el artículo 90 de la Constitución, cuyo texto es suficientemente explícito.
Y en cuanto a las decisiones de la Corte Constitucional, está muy mal presionarla. Como viene aconteciendo, para que dicte fallo en un determinado sentido, inclusive contra claras y perentorias normas de la Constitución, cuya prevalencia está obligada a guardar.
La Corte es, y debe seguir siendo independiente, autónoma. No depende del Gobierno, ni está para satisfacer los intereses estatales, ni los de grupos o personas. Su único compromiso es con la Constitución. Ni sus magistrados, ni sus conjueces deben ser irrespetados, y se los irrespeta cuando no se los deja decidir con la necesaria autonomía y libres de presiones, o mediante públicas exhortaciones de altos funcionarios estatales que pretenden señalar el sentido a unas sentencias que sólo ella, en ejercicio de su delicada función, puede proferir.