Sin que ello signifique compartirla, pues debe tenerse en cuenta nuestra historia constitucional y la raigambre de los actuales caracteres institucionales del sistema político, mal podría dejarse de lado el análisis y la consideración de la interesante propuesta formulada en su columna por el expresidente Alfonso López Michelsen, en el sentido de hacer la transición hacia un esquema parlamentario o semiparlamentario, superando la coyuntural y cortoplacista idea de la reforma constitucional para reelegir al actual Presidente de la República.
El concepto de López es serio y estructurado, y toca de fondo la discusión acerca de las relaciones entre las ramas del poder público en el nivel superior normativo, a la vez que permite encuadrar en la Teoría del Estado el fenómeno político planteado en estos meses a propósito de la gestión del Presidente Uribe.
Los sistemas políticos se diseñan por los estados para fijar en las normas básicas -que son las constitucionales- unas reglas de juego que respondan lo mejor posible a las realidades políticas y a las concepciones populares sobre el ejercicio del poder y las formas de equilibrio entre quienes lo tienen a cargo.
De un lado está el sistema presidencial, en que el pueblo elige directa o indirectamente al Presidente -Jefe de Estado y Jefe de Gobierno a la vez- y también al Congreso. El Presidente le responde al pueblo y su escogencia no necesariamente refleja las mayorías políticas de las cámaras.
En ese esquema, el elegido tiene un período fijo, aunque pueda ser reelegido inmediatamente o para otro periodo, si así lo prevé la Constitución. Pero nada más.
Del otro lado, se tiene un sistema parlamentario, en el que la jefatura del Estado y la del Gobierno se encuentran en cabezas distintas. El Jefe del Estado -que puede ser un rey o un presidente elegido por el pueblo- es una figura más bien simbólica, decorativa, despojada normalmente del verdadero poder político; alguien “anodino”, como dice López; gris u opaco, si se quiere. Mientras que el Jefe de Gobierno es el verdadero líder, dirige las grandes políticas estatales, conduce la administración, toma decisiones de trascendencia y maneja de verdad la cosa pública. Es elegido, reflejando las mayorías parlamentarias y conforma de la misma manera su gabinete.
Pero el Jefe de Gobierno y el Gobierno mismo se encuentran atados al beneplácito del Parlamento. Si éste mantiene su apoyo, permanecen en el poder. Si se lo retira, caen. Ello, merced al voto de confianza o al de censura, según el caso.
Estudiar esa perspectiva, mucho más sustancial y trascendente que la antipática consigna de reelegir a Uribe con base en las momentáneas mayorías reflejadas en las encuestas, resulta sin duda provechoso y adecuado institucionalmente.