Por Ludovico Ariosto
Aunque, a decir verdad, no tenemos en las encuestas una fe ciega porque no siempre reflejan con fidelidad lo que verdaderamente ocurre en el seno de la sociedad –en especial cuando está de por medio una decisión política de trascendencia, y además son manipulables-, la divulgada el jueves por la firma Gallup, confrontada con lo que pudimos palpar directamente los observadores a lo largo de los dos últimos meses, se aproxima mucho a la exactitud.
Lo que esos datos nos muestran es una realidad que debería ser tenida muy en cuenta por quienes ejercen el poder en Colombia, y provocar en el interior de los palacios –el de Nariño y el de Justicia- y en el Capitolio Nacional profundas reflexiones, introspecciones, tomas de conciencia y auto-crítica, que los actuales funcionarios deberían asumir con menos hipocrecía y mayor humildad republicana.
Lo que se está viendo es muy grave para la institucionalidad, y se enuncia fácilmente: los principales órganos del poder público y los partidos políticos han perdido credibilidad. La gente desconfía de la mayoría de ellos. Ya no es tan fácil engañar a la sociedad con mentiras –piadosas o de las otras-, con vanas promesas, con discursos, con intervenciones del Presidente en televisión, ni con teorías novedosas.
Lo ocurrido con el acusado desbarajuste en la seguridad y el incremento de la violencia, desde hace varios meses; el declive, ya innegable, de la economía; el auge de la corrupción; la inexistencia de un norte en los programas sociales del Gobierno –que no se deben confundir con la demagogia-; la carencia de unas políticas públicas en muchos frentes; la crisis gravísima del sistema de salud; la ausencia de un plan coordinado y coherente en materia legislativa –que no se debe confundir con la expedición a pupitrazo de muchas leyes-; la falsa noticia de la disminución del número de pobres solamente porque modificaron el índice por encima del cual una persona o una familia no son calificadas en ese rango…, todo eso, unido a la extendida impresión de que el Jefe del Estado y sus ministros creen que todos los colombianos somos retrasados mentales, han sembrado el germen de la desconfianza, que si es delicado hablando de relaciones entre las parejas, resulta funesto en la vida del Estado y del Gobierno, y mina por su base la estabilidad democrática en cualquier país del mundo.
Del Congreso, ni se diga. Ya se está hablando en todas partes de su revocatoria, aunque sabemos que no la contempla la Constitución. Pero como aquí ya no importa lo que diga la Constitución sino lo que opinen los asesores tardíos del Ejecutivo, debemos decir que todo es posible.
Y las altas corporaciones, que son las cabezas de la Administración de Justicia. ¿Qué les está pasando a sus magistrados, hasta hace ocho o nueve años llenos de prestigio y credibilidad? ¿Por qué han decidido entregar su independencia a cambio del aumento en sus períodos o del incremento en la edad de retiro forzoso? ¿Por qué aceptan postulaciones del Gobierno para nuevos cargos? ¿Por qué se inclinan reverentes o guardan silencio ante decisiones inconstitucionales? Se salvan quizá la mayoría de los magistrados del Consejo de Estado, que desde el principio se opusieron a algo tan lesivo de las instituciones como el proyecto de reforma a la Justicia.
Es para pensarlo. El monumental escándalo generado por la aprobación inconveniente y laxa del proyecto gubernamental de reforma a la Justicia y su posterior, extemporáneo e inconstitucional archivo…solamente fue la gota que rebosó la copa. Están creciendo las masas de indignados en Colombia. Repetimos: ¡ Ojalá reflexionen en los palacios y en el Capitolio!