DOS TALANTES

29 Ene 2009
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La decisión de Barack Obama, adoptada como su primer acto de gobierno, en el sentido de suprimir la cárcel de la Base Naval norteamericana en Guantánamo, a la vez que proclamaba a los Estados Unidos como una democracia respetuosa de los derechos humanos, en cuyo seno no se practicará en el futuro la tortura, es algo bien significativo, como mensaje al mundo, con independencia de si la clausura definitiva del penal se toma un año o menos, y de si los presos allí retenidos irán a cárceles estadounidenses o a las de otros países. Lo importante y trascendental es la sustancia de la línea trazada a todos sus subalternos por el Presidente de los Estados Unidos.


No parece que esta actitud obedezca simplemente al deseo de mostrar con hechos que Obama dará cumplimiento a sus promesas de campaña, aunque por supuesto ese también puede ser un objetivo válido de las cuatro ordenes impartidas el 21 de enero. Lo que hay en el fondo, en un constitucionalista versado en materia de Derechos Humanos, es una profunda convicción acerca de que los procedimientos usados durante el Gobierno precedente -reconocidos de manera expresa por la comisión congresional convocada al efecto y presidida por el oponente del actual Jefe de Estado en la contienda electoral, el Senador John McCain- constituyen una vergüenza de la Nación más poderosa de la tierra, supuestamente adalid de las garantías y los derechos, que dejó manchada para siempre la memoria de George W. Bush ante la historia.


El nuevo Presidente no podía cohonestar ni un solo día, por su silencio, el criterio antijurídico de la administración saliente, y era preciso por tanto que para todos, desde el principio, quedara muy claro -como también lo expresó Obama con firmeza en su discurso inaugural- que la seguridad y el respeto a los derechos no son incompatibles. Lo que significa en buen romance -al contrario de lo que pensaba Bush- que para luchar contra el terrorismo, para imponer el orden, para hacer justicia, para obtener pruebas judiciales, y para defender a los americanos de los ataques fraguados por sus enemigos, no se requiere ignorar las normas de la Constitución, violar los Tratados Internacionales sobre derechos humanos, olvidar el Derecho Internacional Humanitario, maltratar a los prisioneros, aplicar la tortura, pisotear el debido proceso, negar el Habeas Corpus a los sindicados de terrorismo, ni tampoco arrasar con el postulado democrático de la presunción de inocencia.


La Suprema Corte norteamericana ya había señalado con claridad esta premisa, pero siempre -contrariando la tradición- el Gobierno anterior hizo oídos sordos ante los fallos, o los tergiversó. El Congreso aprobó inclusive una ley que prohibía, entre otras torturas, la denominada “waterboarding” (tortura del agua), frente a lo cual el Presidente proclamó esta práctica como útil para contrarrestar el terrorismo y se atrevió inclusive a utilizar el veto para bloquear la norma e impedir su aplicación.


Se trata de enfoques totalmente contrarios acerca del Gobierno, sobre el mayor o menor alcance de la ética en quienes ejercen el poder, y también respecto a los compromisos que implica el sometimiento de una estructura de Estado al Derecho.


También son dos talantes diversos respecto a la dignidad humana y las garantías que le son inherentes y que el Estado le debe asegurar sin discriminaciones.

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Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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