EL PROFETA

21 Abr 2005
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La muerte de Juan Pablo II, ocurrida el pasado 2 de abril a las 9:37 p.m., hora de Roma, pone fin a una era en la historia de la Iglesia y en la del mundo: la que se inició el 16 de octubre de 1978 con la elección de Karol Woytyla, el primer Papa no italiano desde 1522.

 

No son pocos  los motivos que tendremos católicos y no católicos para erigir a Woytyla como el gran líder espiritual que rompió barreras, afirmó principios, impulsó procesos, despertó conciencias y modificó estados de cosas que parecían inmodificables, al punto de que ya hizo carrera, sin mayor discusión, el acuerdo colectivo de llamarlo “El Grande”.

 

Fue un Papa carismático, hábil, brillante, decidido, leal. Un pastor dedicado y fiel; comprometido y valeroso; intransigente con lo intransigible; renovador en lo renovable; conciliador en lo conciliable; dueño de una atrayente personalidad que llegaba a cautivar por su bondad manifiesta y por su estilo directo y firme.

 

Defensor enérgico de los derechos humanos, luchó por la libertad y combatió el libertinaje.

 

Sostuvo la columna fundamental de los postulados eclesiales en aspectos tan controvertidos como el aborto, el divorcio, el celibato, la eutanasia y la pena de muerte.

 

Fortaleció la Doctrina Social Católica en lo referente a las cuestiones económicas y en lo pertinente a las relaciones entre el Estado y los particulares, rechazando por igual las tendencias totalitarias prohijadas por las extremas de derecha e izquierda, y los abusos del capitalismo salvaje.

 

Sus férreas y fundadas convicciones cristianas y la fortaleza que mostró para profundizarlas y sostenerlas, a partir de un sólido y contínuo trabajo intelectual desde la juventud, le permitieron incidir de modo determinante en los cambios políticos que culminaron con el desmonte del comunismo en Europa y con la caída del muro de Berlín.

 

Fue memorable, por valiente y por decisivo, su apoyo a los sindicalistas de “Solidaridad” en Polonia. Actitud tan contundente y expresa como el freno pastoral a la llamada “Teología de la Liberación” en América Latina.

 

Con franqueza y seguridad propias de su personalidad arrolladora, no vaciló en proclamar, al descender del avión en Cuba, al lado de la ansiada y esquiva libertad de cultos, la necesidad de levantar el bloqueo económico a la isla.

 

La riqueza enorme de sus enseñanzas al clero, a la juventud, a los gobernantes, a los hombres y mujeres del común, no son otra cosa que el resultado de su compromiso indeclinable con la misión encomendada.

 

El Papa viajero recorrió el mundo proclamando incansable la fe cristiana y sus valores. Sin reticencias ni reservas, se acercó como ningún otro pontífice a los demás credos, y, con honestidad inmensa, pidió perdón públicamente, a nombre de la Iglesia, por la mala conducta de sus representantes en períodos tan nefastos como el de la Inquisición.

 

En fin, Juan Pablo II fue  -lo afirmo sin vacilaciones- el profeta de los tiempos modernos.

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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