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EL ESTADO DE COSAS INCONSTITUCIONAL. A PROPÓSITO DEL HACINAMIENTO CARCELARIO EN COLOMBIA
12 Ene 2013
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Elementos de Juicio
POR JOHANNA GIRALDO GÓMEZ (*)
Imagen: azalearobles.blogpost.com
En Colombia, según la Comisión Asesora para el Diseño de la Política Criminal del Estado, desde el 2000 se han realizado 37 reformas al Código Penal (Ley 599 del 2000). De estas, 20 iniciativas, que equivalen al 57 %, han provenido del Congreso, y 11, equivalentes al 31 %, las ha impulsado el Ejecutivo (1) . Esta tendencia a incrementar las penas y el número de delitos, se ha denominado “Populismo Punitivo”, consistente en la inmediata reacción legislativa para frenar actuaciones mediante el derecho penal, que generalmente tienen gran impacto en la “Opinión Pública”. Ese desenfrenado uso del derecho penal, ha sido un factor determinante a la hora de desencadenar un incontrolable hacinamiento carcelario, que evidencia, entre otras cosas, la inoperancia de dichas medidas y la falta de estructuración seria de la política criminal del Estado.
Es tan gravosa la situación, que la Corte Constitucional, después de haber declarado el Estado de Cosas Inconstitucional, aún profiere numerosos autos, debido al incumplimiento de las medidas decretadas, o la ineficacia de las políticas públicas.
Cabe resaltar que, para que la Corte declare un Estado de Cosas Inconstitucional, los principales factores valorados son: (i) la vulneración masiva y generalizada de varios derechos constitucionales que afecta a un número significativo de personas; (ii) la prolongada omisión de las autoridades en el cumplimiento de sus obligaciones para garantizar los derechos; (ii) la adopción de prácticas inconstitucionales, como la incorporación de la acción de tutela como parte del procedimiento para garantizar el derecho conculcado; (iii) la no expedición de medidas legislativas, administrativas o presupuestales necesarias para evitar la vulneración de los derechos. (iv) la existencia de un problema social cuya solución compromete la intervención de varias entidades, requiere la adopción de un conjunto complejo y coordinado de acciones y exige un nivel de recursos que demanda un esfuerzo presupuestal adicional importante; (v) si todas las personas afectadas por el mismo problema acudieran a la acción de tutela para obtener la protección de sus derechos, se produciría una mayor congestión judicial; estipuladas, entre otras, en la Sentencia T-025 de 2004. Es decir, el Estado de Cosas Inconstitucional puede definirse como una institución jurídica que reconoce que han existido acontecimientos que vulneran directamente la Constitución, por desconocer de manera masiva y sistemática, derechos y principios constitucionales. Declaración que tiene como fin, instar a la autoridad competente a adoptar medidas que supriman la situación, ese Estado de Cosas.
Esta institución resulta bastante controversial para ciertos sectores, por cuanto conforma un panorama jurídico absolutamente novedoso, inter alia, debido a la los efectos de los fallos de tutela, por cuanto se entiende que estos debieran ser inter partes. No obstante, la extensión de los efectos de las decisiones a personas que no fueron parte en el proceso judicial, tiene como objetivo garantizar el pleno goce de los derechos fundamentales de aquellas personas se encuentran en iguales condiciones respecto de los cuales se decretó judicialmente una orden de amparo constitucional, pues una exclusión generaría la vulneración del derecho a la igualdad por parte del operador judicial; y el deber ser de ésta figura, es disminuir el número de tutelas.
Específicamente la Corte Constitucional ha adoptado una posición garante en materia de Derechos Sociales, respetando el principio de progresividad contemplado en diversos instrumentos internacionales vinculantes para Colombia, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. De ésta manera, se evita -por lo menos en el deber ser, debido a que después de 13 años de la declaración del Estado de Cosas Inconstitucional en las cárceles colombianas, no se ha solucionado la situación-, que sigan ocurriendo violaciones sistemáticas de los derechos fundamentales.
Las condiciones de hacinamiento impiden brindarle a todos los reclusos los medios diseñados para el proyecto de resocialización (estudio, trabajo, etc.). Dada la imprevisión y el desgreño que han reinado en materia de infraestructura carcelaria, la sobrepoblación ha conducido a que los reclusos ni siquiera puedan gozar de las más mínimas condiciones para llevar una vida digna en la prisión, tales como contar con un camarote, con agua suficiente, con servicios sanitarios, con asistencia en salud, con visitas familiares en condiciones decorosas, etc. De manera general se puede concluir que el hacinamiento desvirtúa de manera absoluta los fines del tratamiento penitenciario, tal y como se estableció en la Sentencia T-153 de 1998. Es inconcebible que su origen sea la incapacidad secular del aparato estatal de brindar las debidas condiciones materiales.
La Corte ha reconocido, tristemente, que las cárceles colombianas también se caracterizan por las graves deficiencias en materia de servicios públicos y asistenciales, el imperio de la violencia, la extorsión y la corrupción, y la carencia de oportunidades y medios para la resocialización de los reclusos. Esta situación se ajusta plenamente a la definición del estado de cosas inconstitucional. Y de allí se deduce una flagrante violación de un abanico de derechos fundamentales de los internos en los centros penitenciarios colombianos, tales como la dignidad, la vida e integridad personal, los derechos a la familia, a la salud, al trabajo y a la presunción de inocencia, etc. Situación que representa una transgresión de la Constitución que por la indebida acción u omisión tanto legislativa, como del Ejecutivo, afectan grandes especiales sectores sociales que se ven desprotegidos.
Para dirimir los nocivos efectos de este Estado de Cosas, la Corte ha invocado el Principio de Colaboración Armónica para proteger y prevenir nuevas vulneraciones, dado que “El remedio de los males que azotan al sistema penitenciario no está únicamente en las manos del INPEC o del Ministerio de Justicia; para lo cual se requiere a las distintas ramas y órganos del Poder Público, instándolas a tomar las medidas adecuadas en dirección a la solución de este problema”.
El diagnóstico es grave: la violación masiva y sistemática de derechos por acción u omisión del Estado; y, el incumplimiento del deber de adoptar acciones afirmativas en la implementación de políticas públicas, en relación a lo que jurisprudencia constitucional ha denominado “cláusula de erradicación de las injusticias presentes”.
Así las cosas, las normas constitucionales y legales obligan al juez constitucional a verificar no sólo el respeto de los derechos subjetivos de accionantes específicos, sino también a asegurar la dimensión objetiva de los derechos, en virtud del artículo 86 de la Constitución que dispone que las medidas adoptadas por el juez deben estar encaminadas a hacer cesar el origen de la vulneración, y consistirá en una orden para que aquel respecto de quien se solicita la tutela, actúe o se abstenga de hacerlo, sin indicar que tal posibilidad deba circunscribirse a un catálogo cerrado de órdenes posibles.
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(*) Johanna Giraldo Gómez
Cofundadora del Observatorio de Derecho Constitucional de la Universidad Libre de Colombia.
(1) “Hacinamiento Carcelario: ¿Consecuencia del “Populismo Punitivo”?”, disponible en: http://www.ambitojuridico.com/BancoConocimiento/N/noti-121009-07(hacinamiento_carcelario_consecuencia_del_populismo_punitivo_)/noti-121009-07(hacinamiento_carcelario_consecuencia_del_populismo_punitivo_).asp Ámbito Jurídico.
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POR OCTAVIO QUINTERO
Imagen www.eleazar.es
La clase política se ha vuelto como especie de PTAR (planta de tratamiento de aguas residuales), a donde llega toda la mugre de todos nosotros que, de paso, somos quienes elegimos a esa clase política.
Las distintas encuestas nos informan con frecuencia sobre el desprestigio de la clase política. Y no hay nada más impopular en el subconsciente colectivo que el Congreso. Y, por supuesto, tienen culpa de muchas de nuestras afugias, pero resulta innegable que la fuente de nuestros males no está en una sola clase social sino en toda la sociedad nacional, como tal.
Cuando podamos enjuiciarnos como un todo, y no como grupos de perversos que nos vamos pasando la pelota, entonces sí podríamos entender el país que conformamos y aspirar al que nos merecemos.
En la “España Invertebrada”, de Ortega y Gasset (1921), ya se advertía la tendencia de descargar en la política la culpa de todo, quedando el resto de las clases sociales exentas de responsabilidad; e ironizando sobre la circunstancia, el escritor advertía…
… “Diríase que nuestra aristocracia, nuestra Universidad, nuestra industria, nuestro ejército, nuestra ingeniería (etc. etc.), son gremios maravillosamente bien dotados (de personas inteligentes), que encuentran siempre anuladas sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos. Si esto fuera verdad, ¿cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos? ”.
¡Qué maravilla!: “Cada pueblo se merece a sus gobernantes”, dijo un autor anónimo, probablemente lector del pensador español.
Juzgar solo a los políticos como los únicos responsables de todo, sobre todo cuando ellos son elegidos por todos nosotros, es como echarle la culpa al nido donde la perra se ha peído.
Y, para terminar, parece obvia la conclusión: el destino de todo pueblo está en las manos del mismo pueblo por encima del cual, no existe otro poder terrenal.
Lo que pasa es que, ya también lo dijo nuestro gran Vargas Vila (contemporáneo de Ortega y Gasset): “Es más fácil encadenar a un hombre libre que liberar el alma de un esclavo”.
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Fin de folio: Se nos quedó el término “esclavo” metido en el subconsciente como de aquellos africanos a los que solo San Pedro Claver veía con ojos de piedad. Esclavo es, esencialmente, todo aquel que se deja cercenar o coartar la libertad de elegir. Y será, mientras no sea capaz de liberarse de su propia obsecuencia de subordinación o dependencia.
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POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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La situación de Venezuela tras la toma de posesión -virtual y en ausencia- del Presidente Chávez para su nuevo período de seis años puede ser vista desde tres perspectivas bien diferentes:
-La que podríamos llamar humana, es decir, la que considera el estado de salud –todo indica que muy delicado y en extremo grave- del líder suramericano. En ese sentido, las expresiones de solidaridad y apoyo al gobernante enfermo, y específicamente a la persona que sufre, son perfectamente explicables y pudimos contemplarlas este 10 de enero durante los actos llevados a cabo en Caracas, en medio de la emoción y tristeza colectivas, sentimientos que se reflejaban en los rostros de miles de partidarios del presidente reelegido, allí presente tan sólo de manera simbólica.
-El otro es el aspecto político, en el cual lo que se advierte es el triunfo, al menos transitorio, del Vicepresidente de la República Bolivariana, Nicolás Maduro, que logró evitar una muy probable convocatoria a nuevas elecciones si Chávez no se presentaba el día 10 para posesionarse. Que era lo que contemplaba, en la interpretación prácticamente unánime de los constitucionalistas venezolanos, la Carta Política de 1999, y cuyo mandato logró sortearse –o eludirse- merced a discutible decisión de la Asamblea Nacional, avalada el 9 de enero por el Tribunal Supremo, mediante un novedoso entendimiento de los preceptos fundamentales.
-Y finalmente, está el aspecto jurídico, que se relaciona justamente con ese singular pronunciamiento judicial, divulgado oportunamente y adoptado a título de interpretación constitucional-, a cuyo tenor el Tribunal Supremo conceptuó en favor del Gobierno provisorio de Maduro, distorsionando la preceptiva superior. Se desconoció el concepto jurídico de la expresión constitucional “período”, que de suyo no se puede prolongar o extender en el ejercicio del poder por cuanto la misma normatividad, de antemano, ha señalado hasta qué día se está en posesión del cargo y en uso legítimo de las atribuciones del funcionario.
El período, claramente definido en la Constitución y que culminaba el 10 de enero, se prolongó artificialmente sin que el Presidente electo se posesionara, sobre la base de que la posesión era simplemente un formalismo que se puede cumplir en cualquier tiempo. La prolongación del período anterior –respecto del cual el Presidente juró seis años atrás- se admitió por el Tribunal Supremo con el argumento de que el Presidente era el mismo y ya venía ejerciendo el cargo. Un criterio que desvirtúa por completo la restricción que, en un sistema democrático, lleva implícita la fijación constitucional de los períodos.
Y entonces, se evitó una posesión transitoria del Presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, quien habría tenido que convocar a nuevas elecciones dentro de los treinta días siguientes. Eso, si se hubiera cumplido –que no se cumplió- la regla constitucional.
En consecuencia, todos nos preguntamos -ante el carácter indefinido de la ausencia del Presidente, cuyo verdadero estado de salud se ignora-: ¿qué sigue en Venezuela? ¿Hay en Venezuela un gobierno de facto? ¿Por qué prevaleció la conveniencia política sobre los mandatos constitucionales, unos mandatos que inclusive invocó textualmente el propio Chávez antes de trasladarse a Cuba para ser intervenido?
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POR OCTAVIO QUINTERO
No todo nos cabe en el carro de la Paz, como quisiéramos. Pero es que hay bártulos que no podemos dejar por fuera. Uno de ellos es la educación.
La parábola del ser humano podría encasillarse en tres etapas bien características de la vida: 1) Cuando nace, como hasta los cinco años, es el centro de todo; 2) Como hasta los 16, toda la familia está pendiente de su educación básica y, 3) Desaparece de la sociedad y se vuelve a ver como a los 25, muy definido ya lo que va a ser en la vida.
Esa es la etapa más crítica de la vida: la que transcurre entre los 16 y 25 años, cuando pensamos que ya somos alguien, pero no; y nuestros padres y acudientes, por distintas razones (generalmente de tipo económico en nuestros países), nos dejan al azar.
La noticia de todo principio de año, como la siguiente, no deja dudas del aserto anterior:
El drama anual de los bachilleres: ¿Sabe usted qué se hacen 373.000 jóvenes bachilleres que se gradúan anualmente en Colombia y no ingresan ni a la universidad ni a alguna carrera técnica o tecnológica?
Las asociaciones de padres de familia revelaron que de los 450.000 bachilleres que egresaron de la educación pública y privada el año pasado, solo el 10 por ciento pasó a la universidad y un 7 por ciento más a la educación técnica o tecnológica. Esto es, 76.000 jóvenes que le siguieron apostando a un futuro mejor a través de una mayor educación.
¿Y el resto? Según estas mismas asociaciones, algunos entran al mercado laboral y la mayoría se queda sin hacer nada: ni estudiando ni trabajando. Son los nuevos contingentes de la vagancia, fácilmente presas de las redes delincuenciales y subversivas en sus distintas expresiones: guerrilla, narcotráfico, bandas criminales y delincuencia común.
La inmensa mayoría de estos jóvenes que se quedan sin qué hacer, ingresa al mercado del ocio, dispuestos a la drogadicción, el alcoholismo, la prostitución…
Por ahí se ha oído algo sobre “Mi primer empleo” y sobre una reforma educativa que resultó un fiasco, de esos que el gobierno engaveta y nadie se vuelve a ocupar del asunto, hasta que caducan, como el ICETEX, creado para financiar los estudios superiores de los más pobres, ahora nadie sabe qué hace.
Mientras la educación en Colombia siga siendo una cuestión de élite; un perverso mecanismo de discriminación social, en principio, y laboral y económica, después, la nave de la Paz siempre andará surcando aguas tormentosas.
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