imagen de: www.cajasentidos.com
Cuando Augusto, el primer emperador del Imperio Romano, llegó al poder, buscó el apoyo de los jurisconsultos; y, para engrandecer su trabajo, le confirió un carácter oficial a las respuestas emitidas por algunos de ellos.
Antes del Imperio, los conceptos proferidos por los jurisconsultos o “responderé de jure” no tenían dicha atribución. Augusto fue el primero en hacer del “ius publice respondendi” el objeto de una concesión especial. Aquellos que obtenían este derecho respondían a las cuestiones jurídicas, en virtud de la autorización expresa del emperador. Y, los sucesores de Augusto continuaron otorgando este privilegio honorifico, que concedían a los que de él estaban investidos.
No obstante, durante los primeros emperadores del Imperio Romano, las respuestas de los jurisconsultos, que debían darse por escrito y selladas en garantía de autenticidad, si bien gozaban del visto bueno del emperador aun no tenían fuerza de ley y por lo tanto no eran vinculantes para el juez.
Según testificó Pomponio[1] el respeto que los jueces y el pueblo le llegaron a tener a los jurisconsultos y el grado de acatamiento de sus conceptos estuvo muy ligado a la reputación y el crédito que cada uno de sus autores llegó a obtener. Por lo tanto, aquellos jurisconsultos que aún sin alcanzar el beneplácito del emperador continuaron emitiendo respuestas a inquietudes jurídicas, perdieron –de ningún modo- el privilegio de pronunciarse en derecho. Fue el caso de Labeón, que menospreciando públicamente los adelantos de Augusto y rehusando sus invitaciones a participar del consulado, terminó excluido del honroso “jus publice respondendi” pero continuó atendiendo consultas y emitiendo conceptos jurídicos.
Así las cosas, a partir de Augusto, existían en Roma dos clases de jurisconsultos: (i) los que habían obtenido del emperador el “jus respondendi”, lo que de todas formas les daba más crédito, y aquellos a los que no había sido otorgado este beneficio, pero que, no menos, continuaban respondiendo a quienes les consultaban temas relacionados con el derecho. Sin embargo, los dictámenes de unos y otros no eran para esa época, obligatorios.
Cuando llegó el Emperador Adriano, no suspendió la concesión del “jus publice respondendi” a los jurisconsultos; más aún, al final de su reinado tomó la decisión de otorgarles fuerza de ley.
Por lo tanto, desde Adriano, es correcto afirmar que los jurisconsultos tenían la facultad de hacer leyes, es decir, el “permissio jura condendi”. Así las cosas, quien hiciera parte de un litigio y presentara a favor de sus argumentos el dictamen de uno o varios jurisconsultos oficiales, se presumía tener la razón, en contra de quien siendo su contraparte no contará con el apoyo de uno o varios de ellos. En este sentido, destacaba y prevalecía el nombre y el prestigio del jurisconsulto que emitía el concepto.
Más adelante, el concepto de “responsa prudentium”, esto es, las respuestas de los jurisconsultos a inquietudes jurídicas, se amplió a las opiniones generales que en materia jurídica fueron consignadas en sus obras, por los jurisconsultos.
Esta ampliación se presentó a propósito de la decadencia del derecho cuando llegó a ser poco frecuente el uso del “jus publice respondendi” y, cuando en defecto de la ecuanimidad y honradez de los probos jurisconsultos que sobresalieron en los finales de la República y comienzos del Imperio, destacaban pocos hombres dignos del prestigio de tiempos pasados, siendo necesario recurrir a las obras de los que habían ilustrado los primeros siglos del Imperio.
______________________________________________________________________
[1] Tito Pomponio Ático.- Historiador, escritor y editor romano. Ciudadano rico y cultivado que editó las obras de sus amigos entre los que se encontraba Cicerón. De las obras de Pomponio ninguna llegó a nuestro tiempo, solo tenemos su correspondencia con Cicerón. Se le llamó Atticus por su amor a la ciudad de Atenas en la que vivió desde el año 88 hasta el año 65 a. de C.