La trama tiene de fondo los hechos históricos de 1814-1838 que comprende los Cien Días del Gobierno de Napoleón, el reinado de Luis XVIII de Francia, de Carlos X de Francia y el reinado de Luis Felipe I de Francia.
La novela trata temas de justicia e inequidad; de celos y envidias; de ambición y codicia; de poder bien y mal ejercido; de verdad y falsedad; ascenso social por dinero y no por méritos; piedad y perdón, pero sobre todo de venganza y de arreglo de cuentas acudiendo para ello muchas veces a la supuesta justicia encarnada en quienes están llamados a ejercerla, pero que usada hábilmente por ellos, termina condenado inocentes y dejando libres a quienes deberían estar pagando condena.
RESUMEN DE LA NOVELA: Edmond Dantés, traicionado por sus amigos, es condenado por un crimen que no cometió y siendo arrestado el día de su boda, paga condena perpetua. Encarcelado conoce otro prisionero, el abate Faria, que buscando la salida de la prisión para huir, encuentra equivocadamente la celda de Dantés. Se hacen buenos amigos y Faria le enseña a Dantes historia, matemáticas, lenguaje, filosofía, química, idiomas y la forma correcta, elegante y distinguida para vivir en sociedad.
En la soledad de la celda, Dantés le cuenta a Faria su historia y le hace saber que está en ese lugar por un anónimo enviado al sustituto del procurador del Rey, Gérard de Villefort, en el cual se le acusó de seguir y proteger la causa de Bonaparte, lo que para ese momento era considerado un crimen.
Cuando la comunicación anónima le llegó al sustituto del procurador, Gérard de Villefort, éste descubrió que Dantes era inocente y que el verdadero culpable era su propio padre, Noirtier, auténtico y vigoroso simpatizante de la causa bonapartista. Para evitar que se extendiera la noticia y se exigiera apertura de la investigación poniendo en riesgo y en duda su buen nombre y el de su padre, Villefort destruyó la prueba y dictó un mandamiento ordenando encarcelar a Edmond Dantés.
Faria y Dantés en sus largas disquisiciones armaron el rompecabezas y llegaron a los culpables de la traición. Faria antes de morir le habló a Dantes de la Isla de Montecristo donde estaba guardado un tesoro. Dantes escapó y convertido en hombre rico, emprendió el camino para recompensar a quienes le fueron leales antes de ser detenido y sin dudarlo ejecutar la venganza –largamente meditada- en quienes lo traicionaron.
Al regresar a la ciudad de Marbella, convertido en el Conde de Montecristo, descubrió que todos a quienes debía hacer pagar su suerte, habían prosperado. Villefort, al regreso de Dantés era el representante de la justicia parisina en su calidad de Procureur du Roi (Procurador del Rey), es decir, Villefort era, al regreso de Dantés, el Fiscal del Reino o lo que es igual Fiscal General del Estado.
Villefort tuvo una hija de su primera esposa, Renée de Saint-Méran, Valentina, quien se conviertió en la única heredera de sus abuelos maternos. En segundas nupcias se casó con Héloïse de Villefort, mujer egoísta con quien tuvo un hijo de nombre Édouard.
El abuelo paterno Noirtier pujante bonapartista en el pasado, al regreso de Dantes, estaba paralítico por una apoplejía. Noirtier adoraba a la bella y dulce Valentina, única persona que lo cuidaba con amor, razón por la cual -al igual que los abuelos maternos-, decidió dejarle su fortuna en el testamento.
No obstante, Héloïse de Villefort, en silencio y siempre amable con todos, diseñó un espeluznante plan para matar a toda la familia Villefort con miras a lograr que su pequeño Édouard, heredara toda la fortuna familiar.
La escena que transcribiremos a continuación corresponde al capítulo XXIII del libro de Alejandro Dumas titulado “La Acusación” en el cual el médico Avrigny, descubre que los miembros de la familia están siendo asesinados con un veneno integrado a la limonada preparada para Noirtier –que beben otros- y sospecha de Valentina porque el criado Barrois, último en morir, en sus postreras palabras al médico le afirma que la limonada la recibió de manos de la pequeña heredera, lo que a ojos del doctor la convirtió en la principal sospechosa, máxime cuando según sus afirmaciones, al parecer –erradas- sólo en ella existía el ánimo de heredar.
CAPÍTULO XXIII
La acusación
Avrigny no tardó en conseguir que reaccionara el magistrado, el cual parecía un segundo cadáver en aquella cámara fúnebre.
-¡Oh! ¡La muerte habita en mi casa!- exclamó Villefort.
-Diga usted mejor el crimen- respondió el doctor.
-No puedo expresarle, señor Avrigny, todo lo que en mí pasa en este momento; es una confusa mezcla de espanto, de dolor y de locura.
-Sí; lo comprendo- dijo Avrigny con imponente calma-; pero creo que es tiempo de intervenir y poner un dique a este torrente de mortalidad. Cuanto a mí, no me siento capaz de guardar más largo tiempo tales secretos, sin esperanza de vengar a la sociedad y a las víctimas.
-¡En mi casa! –Murmuró Villefort, lanzando en torno suyo una sombría mirada-. ¡En mi casa!
-A más de magistrado –dijo Avrigny- sea usted hombre; intérprete de la ley, hónrese a sí mismo por una inmolación completa.
Doctor, me hace usted estremecer. ¡Una inmolación!
-Esa es la palabra
-¿Sospecha usted de alguien?
-No sospecho de nadie; la muerte llama a su puerta, entra y va, no ciega, sino inteligente como ella es, de aposento en aposento. Yo sigo sus huellas, reconozco sus pasos; camino a tientas, porque mi amistad por su familia y mi respeto hacia usted son dos vendas aplicadas sobre mis ojos…
-¡Oh! Hable usted, doctor, tendré valor.
-Pues bien, hablaré. Tiene usted en su casa, en el seno de su familia tal vez, uno de esos seres monstruosos que suelen ser único en cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo en la misma época, son una excepción que prueba el furor de la Providencia para perder al Imperio romano, manchado de tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo penoso de una civilización en su génesis, en la cual el hombre aprendía a dominar el espíritu aunque fuera por medio del enviado de las tinieblas. Esas mujeres habían sido o eran todavía jóvenes y bellas. Habíase visto florecer sobre su frente, o florecía aún, la misma flor de inocencia que se encuentra también sobre la frente de la culpable que vive en esta casa.
Villefort lanzó un grito, juntó las manos, y miró al doctor con gesto suplicante.
Pero Avrigny prosiguió, implacable:
-Busca a quien el crimen aprovecha, dice un axioma de jurisprudencia.
-¡Doctor! –Exclamó Villefort-. ¡Ay, doctor! ¡Cuántas veces la justicia humana ha sido engañada por esas funestas palabras! Yo no sé, pero me parece que este crimen…
-¡Ah! ¿Al fin confiesa usted que el crimen existe?
-¿Cómo no rendirme a la evidencia? Pero déjeme seguir. Me parece, decía yo, que este crimen cae sobre mí solo, y no sobre las víctimas. Sospecho una catástrofe para mí bajo todos estos extraños desastres.
-¡Oh, hombre! –Murmuró Avrigny-. ¡El más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que cree siempre que la tierra gira, el sol brilla y la muerte siega para él solo! ¡Hormiga que maldice a Dios desde lo alto de una brizna de yerba! Los que han perdido la vida ¿no han perdido nada? El marqués de Saint- Méran, la marquesa de Saint- Méran, el señor Noirtier.
-¿Cómo? ¡Mi padre!
-¡Sí! ¿Cree usted, por ventura, que era el veneno para este desagraciado doméstico? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. Era Noirtier quien debía beber la limonada y es Noirtier quien la ha bebido, según el orden lógico de las cosas; el otro sólo la ha bebido por accidente, y aunque sea Barrois quien haya muerto, es Noirtier quien debía morir.
-Entonces, cómo mi padre no ha sucumbido?
-Ya se lo dije a usted en el jardín la noche que murió la marquesa de Saint-Méran; porque su organismo está habituado precisamente a este veneno; porque la dosis, mortal para otro cualquiera, ha sido insignificante para él; porque, en fin, nadie sabe –ni siquiera el asesino- que desde hace un año vengo tratando con la brucina la parálisis de Noirtier, mientras el asesino no ignora- y está seguro de ello por experiencia- que la brucina es un veneno mortal.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! –murmuró Villefort torciéndose los brazos.
-Siga usted la odisea del criminal: mata al marqués de Saint-Méran.
-¡Por Dios, doctor!
-Lo juraría; lo que me han dicho los síntomas concuerda perfectamente con lo que mis ojos han visto.
Villefort cesó de combatir, y sólo contestó con un gemido.
-Mata al marqués de Saint-Méran –repitió el doctor- y mata a la marquesa: doble herencia que recoger.
Villefort enjugó el sudor que corría por su frente.
-Óigame usted bien.
-¡Ay! –Balbució Villefort-. No pierdo una palabra, ni una sola.
-El señor Noirtier- continuó con su voz despiadada Avrigny –había testado contra usted, contra su familia, en favor de los pobres; como nada se espera de él, se le perdona. Pero no bien anula su primer testamento, apenas ha hecho el segundo, cuando, sin duda por miedo de que pueda hacer un tercero, se da el golpe; el testamento es de anteayer, según creo. Ya ve usted que no se ha perdido el tiempo.
-¡Oh! ¡Perdón, señor Avrigny!
-No hay perdón; el médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla se remonta a las fuentes de la vida y desciende a las misteriosas tinieblas de la muerte. Cuando el crimen se ha cometido, y Dios, espantado de tanta maldad, aparta su mirada del criminal, toca al médico decir: ¡Aquí está!
- ¡Perdón, para mi hija! –murmuró Villefort.
-¡Usted, que es su padre, la ha nombrado!
-¡Perdón para Valentina! Es imposible que sea culpable ¡Tanto valdría que me acusara yo mismo! ¡Valentina! ¡Un corazón de diamante, un lirio de inocencia!
-No hay perdón, señor procurador del rey; el crimen es flagrante. La señorita de Villefort ha embalado por sí misma los medicamentos enviados al marqués de Saint-Méran, y el marqués de Saint-Méran ha muerto.
>> La señorita de Villefort ha preparado las tisanas de la marquesa de Saint-Méran, y la marquesa de Saint-Merán ha muerto.
>> La señorita de Villefort ha tomado de manos de Barrois, a quien se envió a un recado, el jarro de limonada que su abuelo bebe ordinariamente en la mañana, y el anciano sólo ha escapado por milagro.
>>¡ La señorita de Villefort es la culpable! ¡Es la envenenadora! Señor procurador del rey: le denuncio a la señorita de Villefort. ¡Cumpla con su deber!
-Doctor, no resisto más, no me defiendo más, le creo a usted; pero, ¡por piedad!, deje a salvo mi vida y mi honor.
-Señor de Villefort –repuso Avringny con energía creciente-, hay circunstancias en que yo franqueo todos los límites de la necia circunspección humana. Si su hija hubiese cometido solamente el primer crimen y la viera meditar el segundo, le diría a usted: << Adviértala, castíguela, que pase el resto de sus días en un convento, llorando y rezando>>. Si hubiera cometido el segundo crimen le diría: <<Aquí tiene usted un veneno sin antídoto conocido, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo; déselo recomendando su alma a Dios, así usted, su honor y su existencia, porque sus días están contados. Ya la veo acercarse a su cabecera con sus hipócritas sonrisas y sus dulces exhortaciones. Desdichado de usted, señor de Villefort, si no se apresura a herir el primero!>> Esto es lo que yo le diría si no hubiese matado más que a dos personas; pero he visto tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado ante tres cadáveres…¡Al verdugo la envenenadora! ¡Al verdugo! Me habla usted de su honor; haga lo que le digo y se abrirá las puertas de la inmortalidad.
Villefort cayó de rodillas.
-Avrigny- dijo-, no tengo la fuerza de voluntad que usted tiene, o mejor dicho, que no tendría si, en lugar de mi hija Valentina, se tratase de su hija Magdalena.
El doctor palideció.
-Avrigny, todo hijo de mujer ha nacido para sufrir y morir; yo sufriré ay aguardaré la muerte.
-Tenga usted cuidado, su muerte…será lenta, la verá usted acercarse después de haber herido a su padre, a su mujer, a su hijo quizá.
Villefort, pálido y convulso, apretó el brazo al doctor.
-¡Oh, amigo mío! –exclamó-. Compadézcame, auxílieme… No, mi hija no es culpable… Arrástrenos ante un tribunal y yo diré aún: <<No, mi hija no es culpable…: no hay crimen en mi casa…>> Entiéndalo usted bien; yo no quiero que haya un crimen en mi casa, porque si el crimen entra en alguna parte, es como la muerte, no entra solo. ¿Qué le importa a usted que yo muera asesinado…? ¿Es usted mi amigo? ¿Es usted un hombre? ¿Tiene usted un corazón…? ¡No! Es usted médico… Pues bien, yo le digo: ¡No! ¡Mi hija no será entregada por mí en manos del verdugo! ¡Ah! Esta idea me devora, me impulsa como un insensato a abrirme el pecho con mis uñas… ¡Y si se engañase usted, doctor! ¡Si fuera otro el criminal! Si un día viniese yo a decirle: ¡Asesino! ¡Has matado a mi hija! ¡Oh! ¡Si esto ocurriera, cristiano soy, señor Avrigny, y sin embargo, me mataría!
-Está bien –dijo el doctor después de un instante de silencio-. Esperaré.
Villefort le miró como si aún dudase de sus palabras.
-Le advierto solamente que si alguna persona de esta casa –continuó Avrigny con voz lenta y solemne- cae enferma, si usted mismo se siente mal, no me llame, porque no vendré más.
Compartiré con usted este secreto terrible, pero no quiero que la vergüenza y el remordimiento vayan fructificando y creciendo en mi conciencia, como el crimen y la desgracia crecen y fructifican en esta casa.
-¿Me abandona usted, doctor?
-Sí, porque no puedo seguirle más lejos, y me detengo al pie del cadalso. Alguna otra revelación vendrá que dará un desenlace a esta tragedia. Adiós.
-¡Doctor, se lo suplico! ¡No me deje!
-Todos los horrores que manchan mi pensamiento me hacen su casa odiosa y fatal. Adiós, señor.
-¡Una palabra, una palabra solamente, doctor! Se va usted dejándome todo el horror de la situación, horror que usted ha aumentado con sus revelaciones. Pero de la muerte repentina, súbita, de este viejo servidor, ¿qué no se dirá?
-Es justo –dijo Avrigny-; acompáñeme usted.
El doctor salió el primero y Villefort le siguió; los domésticos, inquietos, estaban en los pasillos y en las escaleras por donde debía pasar el médico.
-Señor –declaró Avrigny a Villefort, hablando en alta voz, de manera que todo el mundo le oyese -, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria desde hace algunos años; él que en otros tiempos corría a caballo o en coche por toda Europa acompañando a su amo, se ha matado en ese servicio monótono alrededor de un sillón. La sangre no circulaba con facilidad. Estaba grueso y tenía el cuello corto. Ha sufrido un ataque de apoplejía fulminante y me han avisado demasiado tarde… A propósito –añadió en voz baja-, no se olvide de tirar en sitio conveniente el jarabe y la limonada.
Y el doctor, sin tocar la mano de Villefort, sin rectificar, una sola palabra de las que había dicho, salió escoltado por las lágrimas y lamentaciones de todos los servidores de la casa.
Aquella misma tarde, los domésticos del procurador del rey, después de reunirse en la cocina y hablar largamente entre ellos, pusieron en conocimiento de la señora de Villefort su decisión de abandonar el servicio. Ninguna instancia, ninguna proposición de aumento de gajes pudo retenerles; a todo respondían:
-Queremos marcharnos porque la muerte está en la casa.
Partieron, pues, a pesar de cuanto se les dijo, manifestando su sentimiento por dejar a tan buenos a señores, y sobre todo, a la señorita Valentina, tan bondadosa, tan caritativa y tan amable.
Villefort, a estas palabras, miró a Valentina.
La joven lloraba.
¡Cosa extraña! A través de la emoción que estas lágrimas le hicieron experimentar, miró también a su mujer, y le pareció que una sonrisa fugitiva y sombría había resbalado por sus labios, semejante a esos meteoros que se deslizan, siniestros, entre dos nubes, en el fondo de un cielo tormentoso.
ALEJANDRO DUMAS. El Conde de Montecristo. p. 570-573