Particularmente, en el Derecho, no nos cansaremos de insistir en ello. Porque resulta indudable que la profesión de abogado y sus actividades, dentro y fuera de la administración de justicia, pasa desde hace algún tiempo por una crisis que debemos afrontar, y buena parte de los compromisos que se deben asumir al respecto corresponde a las universidades. Así lo hemos entendido quienes las dirigimos y quienes ejercemos la docencia universitaria.

 

No podemos generalizar, pues hay en nuestro país juristas excelentes, en el litigio, en la administración pública y en las empresas; jueces, magistrados y fiscales probos y conocedores del Derecho. Pero lamentablemente hay también profesionales que traicionan los principios, y que nos avergüenzan. Y  se han extendido de modo alarmante las malas prácticas; los mecanismos dilatorios; las triquiñuelas; las torcidas interpretaciones de las normas; la compra de conciencias. Al punto de que, para muchos posibles clientes, el mejor abogado no es el que más sabe y el que mejor argumenta en Derecho, sino el que tiene contactos y puede manipular a jueces inescrupulosos para lograr sus resultados. Lo importante para muchos no es el método que se use –que puede ser cualquiera- sino triunfar en el proceso, derrotar como sea a la contraparte.

 

En el campo penal, proliferan los falsos testigos y la crítica del testimonio es algo que no se ve en muchos estrados judiciales.

 

Por eso, somos partidarios de una formación mucho más completa, integral, exigente, de calidad, tanto en el campo de la preparación jurídica como en la ética y la honestidad. Para reemplazar, con profesionales capaces y honrados, a los indignos.