Preocupa a muchos analistas la posibilidad de que los actuales gobernantes, enmelados con la sensación de poder inmediato que les da la emergencia, decidan con argucias continuar con ese estilo de gobierno, modo China. Además, para eso Beijing les está ofreciendo la tecnología 5G. Además del político, otros dos componentes fundamentales de la sociedad están viviendo un trance que augura cambios cruciales en el futuro inmediato: la familia y la religión. Unos comentarios sobre esta última.
Por miedo al contagio y por orden del gobierno, la Misa, la máxima expresión del rito católico, se ha trasladado a la Televisión, a lo que desde hace años se conoce como la “Misa para enfermos”, los domingos en la mañana. Ahora podemos ver y oír en directo desde las capillas del Vaticano al Papa, oficiando la misa dominical. Pero la grey católica no está adocenada en medio del rebaño vecinal, ni subyugada por la arquitectura catedralicia, ni hipnotizada por la monodia de los cantos gregorianos, ni enervada por el incienso. Por el contrario, la tecnología facilita que se esté en pijama, yaciente en el sofá, con un café en la mano izquierda y atento al celular en la derecha, mientras se atisban los titulares de la prensa en la mesita auxiliar. Reunidos en la sala o en la alcoba, sin pararse, sentarse o arrodillarse como manda la disciplina litúrgica, se tramitan minucias hogareñas cotidianas de cocina, aseo y varios, ininterrumpidamente, mientras el oficiante pronuncia su homilía. En la misma residencia, algunos pueden estar “viendo” la misma misa en otra habitación.
El cura párroco se ha segregado para que no enferme y de pronto muera y su rebaño local se ha disipado por estos días; los vecinos que no se conocían, pero se identificaban siempre en la banca de adelante o en la lateral, se desvanecieron; se extinguieron la comunión tradicional y las estrechadas de manos, la charla en el atrio a la salida de Misa desapareció. Claro, la limosna se puede consignar a través de la red. Los jóvenes, que viven en la virtualidad, no lo ven tan dramático (“es la nueva realidad, pa´”); los maduros rumian escepticismo (“esto para donde va, hermano”) y los más viejos, muerden el desencanto con resignación (“nunca creí ver esto, Libardo”)
Virtualidad, informalidad, pérdida del rigor ritual: ¿permanecerán después de este remezón global? Los Sacramentos, el Bautismo y la Confirmación, por ejemplo, ¿se estandarizarán a través de pantalla? ¿La Confesión será una aplicación segura, con penitencia, verificación del cumplimiento de la misma y absolución incluidas? Al matrimonio no le veo problema. ¿Los enfermos terminales, aislados, solos en su trance final, recibirán la extremaunción por zoom? La palabra de Dios, ¿definitivamente se entregará por twitter o whatsapp? Todo está en desarrollo. Por ahora, sorber café mientras su Santidad oficia la transustanciación del pan y el vino, no deja de incomodar a quienes entregan su espiritualidad cotidiana a una Iglesia en crisis de confiabilidad y con persistentes inculpaciones penales contra sacerdotes, párrocos y obispos, aquí y en todas las latitudes.
La Iglesia católica ha resistido durante dos mil años los ataques de güelfos y gibelinos y nunca ha sido menor a los retos de la ciencia humana. Algunas veces incineró científicos en la hoguera. Nada importante, dicen algunos. Pero la dinámica tecnológica en desarrollo la podría afectar sustancialmente. Y América Latina, su bastión con más de 600 millones de fieles, es un continente con una brecha digital insalvable. Sin embargo, más temprano que tarde, en los hogares que puedan adquirir la tecnología correspondiente, se podrá ver los domingos por la mañana o tarde, o cuando el evento lo requiera, en el centro del apartamento, al lado de la mascota, una proyección holográfica del párroco respectivo, de un jerarca o del propio Papa, oficiando la Misa, administrando los sacramentos del caso o desarrollando la Semana Santa. ¿La nueva iglesia?.
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