Editoriales (852)
Mucho me temo que, después de la intervención del Presidente Uribe durante las exequias del Coronel Guevara en la Catedral Primada, los miembros de la Fuerza Pública que todavía permanecen en poder de las FARC y sus familias, han perdido, si no todas, buena parte de las esperanzas de una pronta liberación.
La semana pasada, el Jefe del Estado había declarado que el Gobierno podría acceder a un acuerdo humanitario en busca de la libertad de los plagiados, con la condición -muy pertinente, aunque ilusoria- de que los guerrilleros que salieran no volvieran a delinquir. Pero la posición presidencial cambió durante los días santos.
Ahora, en efecto, el Presidente ha notificado, explicando sus razones, que no habrá acuerdo humanitario durante los meses que le quedan de gobierno. Prácticamente lo descartó, porque las FARC nos han engañado muchas veces y porque no es posible equiparar a los guerrilleros presos en virtud de providencias judiciales, con los militares y policías privados de su libertad por un movimiento terrorista que los tortura y los deja morir.
Al menos en este Gobierno, entonces, no habrá canje humanitario. Y después, tampoco, por cuanto los candidatos presidenciales con posibilidades de triunfo piensan igual que el Presidente Uribe.
De otro lado, el Presidente no se equivoca al afirmar que crímenes de lesa humanidad y delitos atroces, como el secuestro, no son amnistiables ni indultables a la luz de nuestra Constitución y del Derecho Internacional Humanitario. Aunque en realidad, un eventual convenio al respecto podría recaer lícitamente sobre aquellos delitos típicamente políticos, que en consecuencia pudieran ser objeto de indulto.
Y las FARC, por su lado, han advertido que las liberaciones unilaterales de Calvo y Moncayo son las últimas. Las futuras, solamente por canje: secuestrados a cambio de guerrilleros, que ellos consideran presos políticos.
La guerrilla, según entendemos, ya no exige el despeje de los municipios de Pradera y Florida, pero persiste en su exigencia del canje, que la otra parte -el Gobierno- no aceptará, toda vez que no comparte la tesis del estado de necesidad del que tantas veces hablara el expresidente Alfonso López Michelsen.
De tal manera que el requisito fundamental para un acuerdo, que es la voluntad de conciliar, no existe, y por tanto el panorama, para los secuestrados, es completamente negro:la única posibilidad de su libertad será por la vía del rescate armado, con los peligros que encierra.
Lo ocurrido en Colombia durante las últimas elecciones, en que varios partidos políticos denuncian y siguen denunciando una impresionante ola de corrupción y la presencia de enormes cantidades de dinero en las campañas, pone de presente una vez más la necesidad de luchar contra el narcotráfico.
Ese cáncer, como lo llamara alguna vez el Presidente Uribe, es el gran responsable de los peores daños causados a nuestra sociedad en los últimos lustros, y sin duda, lo es también de la corrupción de la política. Los dineros mal habidos por los narcos -y tanto la guerrila como los paramilitares son narcotraficantes- ha comprado la conciencia de muchos aspirantes a cargos públicos, de muchos funcionarios, y hasta de votantes, y lo grave es que la sociedad parece estarse acostumbrando a que eso sea así. Al parecer, a todos los tiene sin cuidado la posible presencia de personas financiadas por la mafia en el Congreso o en otras instituciones.
Si Colombia quiere salvarse de la perdición total, su gobierno -cualquiera que salga elegido- debe profundizar la tarea iniciada en la actual administración.
Ahora bien, cabe analizar en sus repercusiones prácticas lo dispuesto en el Acto Legislativo 2 de 2009, aprobado el año pasado y en pleno vigor, aunque no se haya expedido una ley que lo desarrolle.
Recordemos que allí se prohíbe en nuestro territorio el porte y consumo de toda clase de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, incluida la llamada dosis mínima, que hasta el año pasado estaba permitida. Hoy, afortunadamente, su prohibición es total.
El narcotráfico es posible mientras haya consumo, por lo cual, atacar el consumo de las drogas -que acaban con la juventud y que pervierten las costumbres- es un imperativo necesario para enfrentar a las bandas de narcotraficantes, porque a través de la llamada dosis personal -que tenía vía libre entre nosotros- se extendió el narcotráfico al menudeo o microtráfico.
La norma dice: “El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica.”
Hubiésemos querido una norma de mayor fuerza y contundencia, y que no se hubiese abierto la puerta de la fórmula médica, pero lo cierto es que ya -tal como está- es obligatoria y se la debe aplicar rigurosamente, tarea que corresponde a las autoridades. Desde ya la Policía debe decomisar la llamada dosis mínima. Nadie puede estar portando ni consumiendo sustancias sicotrópicas en nuestro país, y aunque todavía no se ha tipificado la infracción penal, como puede hacerlo la ley autorizada por la Constitución, lo cierto es que las incautaciones se deben producir sin que nadie pueda excusarse en la dosis personal, que en buena hora ha desaparecido de nuestro sistema jurídico.
En el caso de la prescripción médica, debe probarse fuera de toda duda, y hay una gravísima responsabilidad de los facultativos en el campo penal si, alcahueteando a los narcos, recetan a alguien droga sin necesitarla.
Aunque no se puede vaticinar nada sobre la decisión que adopte la Corte Constitucional respecto a la declaración del Estado de Emergencia en salud, lo que sí sabemos es que la reiterada jurisprudencia, sentada a lo largo de 18 años, es contraria al uso de esa institución para sortear dificultades crónicas o estructurales, que habrían podido ser tratadas con base en las atribuciones normales.
No resulta comprensible, por ejemplo, la utilización de la figura para reestructurar el sistema de salud implantado desde 1993, cuando han transcurrido muchas legislaturas sin que los grandes temas objeto de las actuales preocupaciones gubernamentales en la materia hayan sido tratados.
Tampoco se entiende la razón para que el Gobierno pretenda sacar adelante en forma unilateral unas disposiciones tributarias que se habrían podido discutir en la última reforma, introducida apenas en diciembre del año pasado.
Ahora bien, si lo que acontece es que -como en el caso de los juegos de suerte y azar- los proyectos tributarios no han pasado en el Congreso, habiendo sido presentados, y el Ejecutivo quiere obtener su vigencia “por la puerta de atrás”, es muy grave que pase el precedente y que la práctica en referencia haga carrera. El Congreso entonces no sería más que un convidado de piedra frente a las propuestas del Gobierno, de tal modo que, de no aprobarlas, en todo caso se convertirían en normas acudiendo a los estados excepcionales.
¿Y qué decir de facultades administrativas de inspección, control y vigilancia sobre los intermediarios, que han debido ser ejercidas de tiempo atrás? Porque ahora el Gobierno invoca su propia inactividad en materia de control de precios y de servicios como argumento para legislar.
Un asunto de tanta trascedencia social como el sistema de salud es algo que, de suyo, reclama debate en el Congreso, como acaba de ocurrir en los Estados Unidos, pues su problemática es muy compleja; presenta muchas variables; afecta indudablemente los derechos básicos de las personas, y el sistema que se adopte debe corresponder a políticas claras y definidas.
En ese campo no se puede improvisar, y en Colombia se ha improvisado, desde el momento en que se ha puesto en vigor toda una normatividad de amplio espectro y de carácter permanente por la vía de decretos legislativos que se han limitado a plasmar los proyectos de tecnócratas externos contratados a altísimo costo.
Cuando en 2003 se propuso en el Congreso el voto preferente -hay que decir que con la oposición del Gobierno- se afirmó que era un mecanismo orientado a garantizar una efectiva participación democrática en la escogencia de los integrantes de cuerpos colegiados, pues, a diferencia del viejo sistema del “bolígrafo” , el ciudadano tendría la ocasión de seleccionar a su candidato favorito, de modo que ya no importaría que éste se ubicara muy abajo en la misma. El mayor número de votos lo haría ascender mediante la reordenación de la lista.
Este fue el argumento, que finalmente el Ejecutivo tuvo que aceptar de mala gana, y en todo caso, salió adelante una transacción en cuya virtud el voto preferente sería opcional. Cada partido o movimiento resolvería si iba a las elecciones con listas cerradas o abiertas.
Pero el supuesto teórico, y el espíritu inicial de la norma, que quedó consagrada en el artículo 263 A de la Constitución, era el de favorecer la espontaneidad del votante, en el entendido de su adecuado conocimiento acerca de los integrantes de las listas. Eso implicaba propiciar el voto de opinión sobre el voto cautivo, organizado y armado por las maquinarias políticas. Pero la práctica ha sido la contraria: el gran afectado ha sido el voto de opinión y el favorecido el voto de maquinaria.
Veamos:
De acuerdo con la norma constitucional, en el caso del voto preferente, “el elector podrá señalar el candidato de su preferencia entre los nombres que aparezcan en la tarjeta electoral”.
Pero, con la disculpa de que los tarjetones serían inmensos dado el alto número de aspirantes, en la Registraduría -no la actual, sino una anterior- diseñaron el confuso tarjetón que tanto daño hizo en las elecciones del 14 de marzo, y en las anteriores, con menos notoriedad.
Un sistema de voto inconstitucional, porque, contra la norma, no aparecieron los nombres de los candidatos, y menos sus fotografías, haciendo imposible su reconocimiento por el votante. Se hicieron figurar unos logos y unos números que cada elector debería marcar, sobre la base de haber memorizado los datos de aquel aspirante a quien quisiera elegir (partido y número).
Si a esto, que es de suyo difícil para el ciudadano del común, unimos la coexistencia de al menos ocho variables en las últimas elecciones -Senado, Cámara, circunscripción nacional, circunscripción indígena, circunscripciones especiales, Parlamento Andino y consulta en los partidos conservador y verde-, entendemos muy fácil la razón para que se hayan depositado, hasta donde se conoce, más de millón y medio de sufragios nulos y casi medio millón de tarjetones sin marcar, además de la votación en blanco -que fue altísima, especialmente en cuanto al Parlamento Andino-.
La distancia entre las normas y su aplicación, en Colombia, es cada día más grande. Y en el caso del voto preferente, a pesar del texto plasmado por los reformadores, las autoridades que lo aplicaron lo hicieron fracasar.
Es menester, entonces, una revisión integral del sistema.