Escucha uno con frecuencia las protestas de servidores públicos de todas las ramas en relación con la constante injerencia de los medios y periodistas en el desempeño de sus funciones. Para algunos de ellos, inclusive, la labor de la prensa corresponde a una intromisión en sus asuntos, pues entienden que el servicio público es de su exclusiva incumbencia y que a la prensa no le importa lo que ocurra en el interior de las oficinas que dirigen.
Este comportamiento no es nuevo. No es característico de este o de aquel gobierno. Es una forma de ser del burócrata. Se acomoda en su propia irresponsabilidad. Está a gusto con la parsimoniosa y a veces indiferente actividad de la justicia y de los organismos de control. Le encanta la impunidad y le fastidia la vigilancia. Como los ladrones, a quienes, por supuesto, no les agrada la presencia de extraños.
Pero otra cosa muy distinta enseñan los principios democráticos, los valores constitucionales y el código ético del periodista. No solamente tiene garantizado por el sistema jurídico (arts. 20 y 74 C.P. y Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos) el derecho a investigar, a buscar informaciones, a sistematizarlas, a preguntar, a pedir documentos, a transmitir al público las informaciones que posee, a expresar sus opiniones al respecto, a movilizar la gestión de las instituciones públicas y de los organismos competentes en busca de la verdad, sino que su profesión exige, de suyo, que despliegue de modo permanente y sin descanso sus esfuerzos para el cumplimiento cabal del rol que le corresponde en la sociedad. Esas, entonces, son sus obligaciones. El periodista no puede permanecer quieto, inmovilizado, callado, pues cuando así actúa es cómplice, y la complicidad implica faltar a su ética, e inclusive, sabiendo sobre la existencia de hechos punibles, guardar silencio equivale también a delinquir.
La labor del comunicador no se reduce a la mecánica transmisión de datos e informes. Tiene sobre todo -para responder a la confianza que en él deposita el público- una trascendental función fiscalizadora de los asuntos públicos. Aunque no goza de las facultades coercitivas de los organismos estatales, ni los puede sustituir o desplazar, se debe a la comunidad, y a nombre de ella es un veedor, que debe estar atento a lo que ocurre, contribuyendo así a preservar la moralidad pública, el respeto al orden jurídico, la guarda del patrimonio del Estado, la transparencia en los procesos judiciales y administrativos.
Ello es propio de una democracia. Por algo, lo primero que hacen los dictadores, una vez instalados en sus tronos, es silenciar o comprar a la prensa; consagrar la censura; impedir toda forma de fiscalización, establecer canales oficiales con el objeto de monopolizar la información. Y neutralizar la crítica, persiguiendo la libre expresión del pensamiento.
Desde luego, como lo ha señalado la jurisprudencia constitucional, el ejercicio de los derechos a la libertad de expresión y a la información, implica responsabilidades, y no puede el periodista impunemente manipular, distorsionar o falsear las informaciones, enlodar al inocente, jugar con la honra y el buen nombre de las personas, quebrantar el derecho a la intimidad; ni aprovechar su poder en beneficio de intereses políticos o económicos. Tiene, como correlativo, el deber de la imparcialidad, que le otorga a la vez independencia. Y responde social y jurídicamente por los excesos en que incurra.
Todas estas reflexiones convienen a la finalidad de reivindicar, en un Estado Social de Derecho, la función de los informadores y el compromiso que contraen con la colectividad.