Hay que pensar muy bien por quién se vota. Más allá de los nombres, la fama o la propaganda, lo cierto es que el móvil del ciudadano no puede seguir siendo el precio vergonzoso y delictivo que le paguen los compradores de votos, ni la costumbre irracional, ni la mera “identidad” proveniente de la pertenencia a un cierto partido o grupo. Es necesario examinar las hojas de vida, las ideas y propuestas, el nivel, la trayectoria de los candidatos, la coherencia, honestidad y pulcritud que hayan demostrado en otros cargos o en sus actividades anteriores. No se puede seguir votando a ciegas, porque algún líder político así lo haya señalado. Y eso vale también en el caso de los candidatos a la presidencia de la República. Nuestra democracia debe madurar.
En lo que respecta al Congreso, su deterioro como institución y su desprestigio han sido crecientes desde hace varios años, pero en la última etapa la experiencia ha sido, por decir lo menos, desastrosa. Aunque algunos senadores y representantes -de distintas tendencias políticas- merecen reconocimiento por su entrega a la función, por su permanente trabajo, por la calidad de sus proyectos y por la transparencia de sus posiciones y sus votos, debemos decir -en honor a la verdad- que no son muchos. Lo que se ve desde fuera, en las mayorías, es el desinterés en lo esencial, la total pérdida de autonomía como institución representativa y una lamentable tendencia gregaria, guiada por estímulos burocráticos, más que por conocimiento responsable y serio acerca de lo que se proyecta, se discute y se somete a votación. Con honrosas salvedades, no se ve una clara conciencia acerca de los contenidos de las iniciativas que se presentan, ni respecto a las leyes que se aprueban, ni acerca de su constitucionalidad, ni en torno a sus efectos en favor o en contra de la justicia, la igualdad o el interés general de la colectividad. Un botón basta de muestra: la penosa actitud del representante que preguntó cómo estaban votando y cómo tenía que votar sobre la indebida suspensión de la ley de garantías electorales, y obedeció -sin dificultad, y sin el menor análisis- la orden verbal, también irresponsable, de la señora presidenta de la Cámara.
El papel del Congreso no puede seguir siendo el de mediocre instrumento para perdonar o disimular los errores del Gobierno, o para enervar la responsabilidad política de ministros y altos funcionarios, como ha ocurrido con las frustradas mociones de censura. Tampoco para sacar adelante -como sea, por “pupitrazo” y sin estudio- los proyectos que interesan al Ejecutivo, no importa si son -como tantos durante el año pasado- además de inconvenientes, inconstitucionales.
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