La jurisprudencia ha distinguido entre el derecho esencial -de toda persona- a expresar libremente, sin cortapisas, prohibiciones ni censura, su pensamiento, criterios y opiniones, por una parte, y, por la otra, el derecho a informar y a recibir información veraz e imparcial, como dice el artículo 20 de la Constitución.
Según la Corte, “es necesario recordar que la libertad de opinión, también conocida como libertad de expresión en sentido estricto, comprende la libertad para expresar y difundir el propio pensamiento, opiniones e ideas, sin limitación de fronteras y por cualquier medio” (Sentencia SU-274 de 2019).
En cambio, “el de la información es un derecho de doble vía, en cuanto no está contemplado, ni en nuestra Constitución ni en ordenamiento ni declaración alguna, como la sola posibilidad de emitir informaciones, sino que se extiende necesariamente al receptor de las informaciones (…). No siendo un derecho en un solo y exclusivo sentido, la confluencia de las dos vertientes, la procedente de quien emite informaciones y la alusiva a quien las recibe, cuyo derecho es tan valioso como el de aquél, se constituyen en el verdadero concepto del derecho a la información” (Sentencia T-512 de 1992).
Así que no es lo mismo, ni se puede confundir, la expresión subjetiva o la opinión del emisor de la información -su valoración y apreciación personal- que el derecho a difundir y a recibir, de manera fidedigna, la noticia y los datos sobre determinados casos, acontecimientos o situaciones. La libertad de información garantiza que todo ello se emita y reciba sin sesgos, razón por la cual el ordenamiento jurídico exige que la información entregada sea veraz, imparcial y verificable.
La mayoría de nuestros medios de comunicación se caracterizaron, en el pasado, por su imparcialidad y objetividad en materia informativa, sin perjuicio de la libre expresión de sus directores y periodistas. Distinguieron siempre, con claridad, entre una cosa y la otra. No distorsionaron las noticias -menos todavía las que tenían repercusiones políticas-, ni involucraron en ellas las propias opiniones o la posición personal de los informadores. Una cosa era la información, y otra muy distinta la opinión y el criterio editorial.
Ello les granjeó la confianza y credibilidad del público, que últimamente han ido perdiendo. Hoy la ciudadanía observa y padece la politización de las informaciones en muchos -no todos- los medios de comunicación.
Así las cosas, es frecuente escuchar a ciudadanos que se quejan de una gran desorientación por causa de informaciones manipuladas o parcializadas, y abandonan los medios tradicionales. En cuanto ya no les creen -como les creían antes-, buscan otras fuentes, como las que hoy ofrecen la tecnología y las redes sociales. Pero allí, tampoco es segura la imparcialidad, lo que da por resultado algo que no es bueno en ninguna sociedad: la ciudadanía está mal informada.
Ojalá los medios procedan a un sincero examen de conciencia.