Los acontecimientos del Cauca, en cuyo desarrollo fueron asesinados por las Farc once uniformados y muchos más quedaron gravemente heridos, han generado en la sociedad colombiana justificada indignación, y en el mundo la natural perplejidad ante una guerrilla que, mientras adelanta un proceso de paz y promete un cese unilateral del fuego, planea y ejecuta un crimen de esta magnitud, con sevicia y cobardía.
Los militares atacados no estaban en combate. Se dedicaban al descanso, refugiados pacíficamente en el sitio frente a las inclemencias del tiempo, y por tanto fueron emboscados y masacrados hallándose en absoluto estado de indefensión. No había igualdad de fuerzas; no hubo enfrentamiento; no hubo lucha. Fue un crimen, premeditado y llevado a cabo con increíble frialdad.
Al comienzo, ante las primeras noticias provenientes de la localidad de Buenos Aires en Timba -Cauca-, pensamos que se trataba de bajas en combate; en un cruce de disparos. No fue así. Lo que hubo no tiene otro nombre: un crimen horrendo contra soldados que -¿cuándo lo entenderá la guerrilla?- pertenecen al pueblo. Son personas humildes. Hijos, esposos, padres de familia que dejan a varios niños de corta edad completamente desprotegidos. A nombre de supuestos ideales de reivindicación social, las Farc han asesinado a colombianos inocentes.
Hemos sido y somos partidarios del proceso de paz. Pero ya llevamos dos años sin resultado alguno concreto y efectivo. Porque cuando se avanza y se piensa que los acuerdos se aproximan, se retrocede de modo inexplicable. Los guerrilleros han incumplido su propio anuncio de cesar en las actividades criminales. Y la verdad es que los colombianos nos sentimos engañados. Los negociadores de las Farc en La Habana nos han dicho mentiras.
El proceso de paz se encuentra en grave riesgo de fracaso.