Nacemos y somos débiles. Necesitamos del cuidado de nuestros padres para aprender a caminar, comer y hablar. Dar nuestros primeros pasos y decir los primeros balbuceos, se convierten en motivo de celebración, es así como son los hijos los que enseñan a los adultos a ser padres. Sin poder tomar decisiones, somos obligados a asistir a la escuela donde aprendemos a leer y escribir como única opción de educación. De esta fase de descubrimiento, pasamos a la juventud, acompañada de la rebeldía en algunos casos y nos vamos desprendiendo del niño que celebraba pequeños logros de independencia, para darle paso a una etapa trascendental, como lo es abandonar la protección del hogar de nuestros padres y sumirnos en el universo de la autosuficiencia. Al mirar atrás, descubrimos que los años pasan cada vez más rápido y en la etapa productiva el camino exige mayor velocidad. Llegan nuevos compromisos, conformamos una nueva familia, pasamos de obedecer a nuestros padres a darles órdenes a nuestros hijos, hacemos frente a grandes responsabilidades, y pasamos de presentar exámenes a los profesores, a ser calificados por dura y real vida. La adquisión de una casa, un carro, pagar nuestra educación superior, graduarnos con honores, trabajar para garantizar los ingresos necesarios, y ver crecer a nuestros hijos llega sin darnos cuenta. Las ocupaciones no permiten medir el veloz tiempo, las décadas pasan rápido, como las costumbres nuevas desplazan las de nuestros abuelos y padres para acomodarnos al ritmo de vida de nuestros hijos, sin darnos cuenta que la muerte está tan segura de su victoria que nos da una vida entera de ventajas.
Cada segundo, cada minuto y cada día estamos más cerca de la muerte; es por ello, que debemos vivir el instante a plenitud, dejar de malgastar el tiempo valioso que nos queda en cosas inútiles, profanas e improductivas. Dejar de paralizarnos a causa del miedo, el dolor y entender de una vez por todas, que es una dicha seguir vivos, compartir y disfrutar de nuestros familiares, amigos y de nuestro trabajo. Los últimos meses de este año, he aprendido, que la vida es un regalo de Dios, y que el tiempo es un maestro del que aprendemos cuando la clase está terminando. El comprender que se agota, no debe ser motivo de tristeza, debe ser la fuerza que nos impulse a vivir y aprovechar al máximo cada instante que nos queda. Una vez nos damos cuenta, podemos afirmar entonces, que la vida es dura, pero no dura.