La protesta canaliza la voz del pueblo y establece comunicación con el gobernante o con quienes ejercen el poder, con miras al ejercicio de los derechos, al uso de las libertades, a la corrección de los errores, a la reconsideración del rumbo. Que una comunidad proteste, que se le permita protestar, y que se le garantice la protesta es, de alguna manera un buen signo de convivencia democrática, y desde el punto de vista de quienes conducen esa comunidad, el hecho de que se proteste o de que no se proteste, así como la medida en que se haga constituye un magnífico termómetro acerca de su actividad, de sus aciertos, de sus fracasos.
Si se protesta es porque algo se tiene que reclamar. Quien lo hace tiene alguna discrepancia, y en cuanto lo haga sin acudir a la violencia o a la ruptura o perturbación del orden público, está en ejercicio de un derecho humano, garantizado en la Constitución del Estado y en los Tratados Internacionales. Al menos, se lo debe escuchar, para saber si la protesta se justifica. En consecuencia, se distorsiona y desvirtúa el sentido de la protesta cuando ella termina en actos violentos, o en represión, o cuando los gobiernos, como suele ocurrir y está ocurriendo en Colombia, oyen, dialogan, hacen acuerdos con quienes han acudido a la violencia, pero hacen oídos sordos frente a quienes protestan de manera pacífica; no dialogan con ellos; no los escuchan; o si acaso algo acuerdan con ellos –para el solo objeto de que cese la protesta-, incumplen los compromisos contraídos.
En una sociedad que no protesta, en que la voz del pueblo no se oye, pasa algo, y ese algo no siempre es bueno. Frente a ese silencio cabe concluir: o esa sociedad está muy contenta con lo que le pasa; o carece de líderes; o ha claudicado por cansancio ante el engaño o las promesas incumplidas, o definitivamente ha sido derrotada y es prisionera del poder, como efecto de la fuerza o de la represión. Y si esto último es lo que ocurre, estamos ante una sociedad en donde no hay libertad, en donde no existe la democracia.
Por eso nos parece tan grave lo que viene aconteciendo en Venezuela. Por eso afana tanto a los demócratas y a la comunidad internacional que desde el gobierno se condene la protesta; que se la confunda con el golpe de Estado; que se la persiga; que se la reprima. Que la protesta desate la violencia, y que, como está pasando, cada día de protesta arroje un cierto número de muertos, de heridos, de personas detenidas.
Una sociedad democrática debe cuidarse mucho de caer en la proscripción de la protesta, porque corre el riesgo de dejar de ser eso: una sociedad democrática. Y un gobierno democrático no puede fastidiarse por causa de la protesta pacífica, y menos perseguirla o reprimirla, porque deja de ser eso: un gobierno democrático.