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Como en otro lugar de esta página se informa, esta mañana bien temprano, en rueda de prensa presidida por el Jefe del Estado, Álvaro Uribe Vélez, con participación del Ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, y del Comandante de las Fuerzas Militares, General Freddy Padilla de León, se anunció que, previa investigación administrativa interna llevada a cabo por una Comisión Especial, fueron llamados a calificar servicios veinticinco miembros del Ejército, entre los cuales se cuentan diecinueve oficiales, tres de ellos generales de la República, por el caso de las desapariciones de jóvenes en Bogotá, Soacha y otros lugares, y que después aparecieron reportados como muertos en combate.
Las destituciones, en cuanto a los militares afectados, se pueden discriminar así: tres generales, once coroneles, tres mayores, un capitán y un teniente, así como a seis suboficiales.

El General Freddy Padilla De León, Comandante de las Fuerzas Militares, manifestó que los oficiales y suboficiales afectados por la decisión pasarán a disposición de la Fiscalía General de la Nación, en el aspecto de la investigación penal, y de la Procuraduría General, en la cuestión disciplinaria, para que respondan si son hallados culpables por los hechos criminales que se les imputan.
Aunque todavía no hay condenas que permitan, en el caso de cada uno de los destituidos, desvirtuar la presunción de inocencia, lo cierto es que si el Gobierno se ha visto precisado a adoptar semejante decisión –desde luego, valerosa- es porque algo muy grave ha ocurrido; se han puesto al descubierto unos hechos criminales ligados entre sí –todo parece indicar- por un mismo designio siniestro. Un monumental escándalo en materia de Derechos Humanos, de imprevisibles consecuencias para el prestigio internacional de Colombia, que puede equipararla a los regímenes más salvajes, y que –por supuesto- tenía que ser desenmascarado por el propio Ejecutivo, para neutralizar siquiera en parte sus efectos demoledores.
Si ha ocurrido lo que todos tememos -es decir, que en distintas localidades pobres del país hayan sido reclutados jóvenes necesitados, algunos con problemas mentales, para ser llevados mediante promesas, o por secuestro, a zonas de actividad militar, cobardemente asesinados y posteriormente presentados como miembros de grupos subversivos caídos en combate-, toda la estructura de la política de seguridad democrática es hueca y falsa; con ella, el primer engañado ha sido el Presidente Uribe; y, con él, toda la sociedad, que ha venido confiando en su Ejército. Los positivos han sido falseados, no por cualquier procedimiento, sino mediante el crimen.
Se ha tratado, por si fuera poco, de verdaderos crímenes de lesa humanidad, cometidos en contra de muchachos indefensos, aprovechando sus difíciles condiciones económicas, a los cuales –además- se los ha señalado post mortem como delincuentes, y se los ha enterrado en fosas comunes. Habrían podido permanecer desaparecidos para siempre, sin importar la angustia de sus familias, de no haber sido por hallazgos milagrosos, por datos que, relacionados con las desapariciones, y por coincidencias, llamaron la atención del país, merced a la actividad de los medios.
¡Terrible asunto ¡. La Fiscalía, los jueces y la Procuraduría tienen la palabra.

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FALSOS POSITIVOS: NADA EN CLARO

28 Oct 2008
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Aunque el Ejército merece felicitación por lo que, con organización y valentía, ha logrado en los últimos años para afirmar la autoridad del Estado, la soberanía y el imperio de las instituciones, le ha hecho mucho daño la oscuridad que rodea el tenebroso asunto de los jóvenes desaparecidos en varios lugares del territorio –ya no es solamente Soacha-, y posteriormente hallados enterrados, supuestamente caídos en choque armado con el Ejército, a muchos kilómetros de distancia.
Justificadamente el Comandante del Ejército, el Ministro de Defensa, el Vicepresidente de la República, y ahora el propio Presidente Uribe, se han referido al tema con alarma y preocupación. No es para menos: se trata de hechos que al principio fueron vistos como inconexos, pero que después han sido encadenados por unas mismas características, que les otorga un siniestro hilo conductor, detrás del cual no sabemos qué haya: 1) Desaparecen jóvenes de sus lugares habituales de vivienda o trabajo; 2) Esos jóvenes son de familias pobres, desempleados, necesitados, o mentalmente discapacitados; 3) Aparecen sus cadáveres en lugares distantes –Ocaña, o Cimitarra, por ejemplo-; 4) Las muertes ocurren dos o tres días después de reportada la desaparición; 5) Aparecen en fosas comunes, y figuran como dados de baja en combate, enfrentados a la Fuerza Pública.
Se ha hablado de “falsos positivos”, es decir, de una búsqueda irracional de reconocimiento oficial, o de promoción, por parte de mandos militares intermedios, sobre la base de entregar resultados en cuanto a las operaciones adelantadas contra grupos subversivos. Esos resultados, en una concepción estúpida, se miden en números de bajas, o sea de muertos, y mientras más muertos por cuenta de un batallón o unidad, mayor eficiencia, y mayores méritos.
El Ministro de Defensa lo decía: reductos dentro del Ejército que reclaman cuerpos. Un comercio macabro, que acaba de ser denunciado por la Fiscalía también en Casanare , en donde fueron capturados seis militares, bajo esos cargos. Dos días antes, el propio Comandante del Ejército dio a conocer la suspensión de tres oficiales por los casos de Soacha.
Inicialmente, voceros oficiales trataron de justificar estas muertes aseverando que se trataba de personas con antecedentes delictivos. ¡ Como si eso explicara los crímenes, o como si nuestro sistema permitiera la pena capital para todo aquél que presente registros judiciales por delitos!
El asunto es de enorme gravedad, y está muy bien que el Presidente asuma el liderazgo, buscando que la justicia defina pronto y plenamente lo ocurrido.
Hasta ahora –a pesar de suspensiones y capturas-, no hay nada en claro. Y ante el mundo Colombia está apareciendo como un país salvaje, violador de los Derechos Humanos.
Es injusto con el Ejército como institución. Una institución a la cual debemos tanto, y que, en su gran mayoría, está integrada por oficiales, suboficiales y soldados honestos, que con abnegación ofrendan su vida en bien de la Patria. Pero la perjudican unas pocas manzanas podridas.

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PRUEBA NECESARIA PARA UNA CONDENA

23 Oct 2008
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Sin que tomemos parte en la discusión sobre el caso concreto, o sobre culpabilidad o inocencia del procesado, el hecho de que el Tribunal Superior de Cundinamarca haya revocado la condena que se había impuesto en primera instancia a Alberto Santofimio Botero como determinador de la muerte de Luis Carlos Galán, suscita varias reflexiones acerca de cómo estamos administrando justicia en Colombia.
En efecto, la diferencia entre los dos fallos no es de poca monta. Es abismal. Se ha pasado de 24 años de cárcel a la declaración de que no había pruebas suficientes para condenar a Santofimio. Y entonces cabe preguntarse: si el juez de primer grado había señalado semejante pena, y no tenía las pruebas indispensables en un sistema jurídico justo para condenar a alguien, ¿no improvisó irresponsablemente en algo tan delicado? ¿Cómo puede, entonces, haberse presentado ante el país a Alberto Santofimio como asesino, sin pruebas? ¿Quién le restituirá su honra, su buen nombre, su prestigio? ¿Quién va a responderle por todos estos años de privación de su libertad, si se lo había detenido y después condenado sin pruebas?
Nos da por pensar si no pasará después lo mismo con todos los congresistas hoy presos por parapolítica. Y si eso decimos de personas tan importantes en la vida del país, que tienen acceso a los medios y cuyos casos -por publicitados- llaman la atención de la sociedad, ¿qué pasará con la mayoría? ¿cuántas condenas sin pruebas suficientes habrán sido impuestas a los de ruana, a los hombres y mujeres de a pie que atestan nuestras cárceles?. Claro, para eso es la segunda instancia. Pero, ¿cuando no la hay?. O, habiéndola, ¿qué pasa con el tiempo transcurrido y con los daños ya causados?

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UN SAINETE PUESTO SERIO

22 Oct 2008
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Producen desazón las destempladas acusaciones del gobierno contra dirigentes políticos de oposición dizque por estar apoyando algunas huelgas laborales y protestas sociales. Y da vergüenza pertenecer a un gremio periodístico que orquesta escenas de inquisición sobre las víctimas de turno. Pero, recordando a Luther King, nos debiera sobrecoger más el silencio de los buenos que la maldad de los malos.

En medio del malestar social que algunos valientes defensores de los derechos laborales y colectivos se atreven a manifestar en este tormentoso ocaso del régimen de Uribe, salió ese bien tildado ministro de la desprotección social a demonizar la huelga de los corteros de caña que reclaman un salario justo y la protesta indigenista que exige el resarcimiento de sus tierras usurpadas por paramilitares, parapolíticos, narcotraficantes y terratenientes, dizque por contar con apoyo logístico y económico de dirigentes políticos de la oposición.

¿Y qué? ¿Es que también constituye terrorismo en Colombia la lucha de clases? O será que José Obdulio, cabecera ideológica de Uribe, no sabe que el Contrato Social es un paradigma que mediante distintos pero convergentes modos de realizar el bien común y la voluntad general ha logrado a través del tiempo los cuatro bienes públicos esenciales a toda democracia: legitimidad del gobierno, bienestar económico y social, seguridad e identidad colectiva.

Que el régimen persiga a la oposición, ya es obvio. Y que los periodistas proclives al gobierno secunden su fascismo, también es explicable aunque por razones inadmisibles, especialmente aquellas que nos hablan de corrupción y chantaje. Pero que los acusados reculen temerosos ante la inquisición oficial y periodística, sí es un claro síntoma que se puede resumir en ese viejo dicho popular que dice “mal está el enfermo, ni come ni hay que darle”.

Cada quien es dueño de su propio miedo en el campo personal. Pero en el ámbito de la representación popular o de la dirigencia comunal sobreponer el temor individual a los intereses de la colectividad es traicionar la clase y su lucha social.

Mucho más grave resulta que los partidos políticos a los que pertenecen los parlamentarios señalados por el régimen de apoyar estos movimientos sociales permanezcan mudos. Uno podría hasta explicarse el silencio del resquebrajado Partido Liberal. Pero lo del Polo Democrático, orientado por un avezado constitucionalista, el ex magistrado Carlos Gaviria, conocedor como el que más de los derechos fundamentales, entre otros el de la libertad de pensamiento, argumento que por demás le permitió tumbar como ponente ante la Corte la tarjeta de periodista, da grima.

¿Puede un parlamentario con su sueldo apoyar legalmente una marcha pacífica de ciudadanos o un cese de actividades? Claro que sí. Solamente a un sibilino como el ministro de Protección y Seguridad Social o a un periodista proclive a la corrupción se les ocurre que no, aduciendo que el salario de un funcionario público sigue siendo público aún después de habérselo ganado con su trabajo.

¿Y puede uno (cualquiera) ideológicamente apoyar un movimiento que no es subversivo ni terrorista (aunque pueda tener o dar pábulo a subversivos y terroristas infiltrados? Claro que también.

En tales casos, es obligación de los organismos de investigación e inteligencia del Estado enjuiciar a los subversivos y terroristas que aprovechan las huelgas de los trabajadores y las marchas cívicas para infiltrarse y poner en peligro la estabilidad del Estado, si es que este argumento se construye en derecho. Pero no se puede calificar de subversiva o terrorista la huelga o marcha en sí misma, y con tan peregrino argumento, sindicar a un dirigente político, sindical o cívico de auspiciar el derrocamiento del gobierno legítimamente constituido, aunque en el caso de Uribe, mejor ni le arrimemos candela a ese rabo.

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