Desde hace varias semanas que nos encontramos en un clima de odio, terror e indiferencia, y no me refiero en particular a nuestro país sino a las noticias que llegan desde Siria e Irak sobre las persecuciones de las minorías cristianas e yazidis de parte del ISIS (Estado Islámico de Irak y Siria) que están haciendo temblar a la opinión pública mundial.
Tal como informó Amnesty International, hay torturas y ejecuciones sumarias que ocurren en centros de detención secretos del ISIS (http://www.amnesty.org/en/news/syria-harrowing-torture-summary-killings-secret-isis-detention-centres-2013-12-19). Este ùltimo detuvo a Sirios por “crímenes” como fumar cigarrillos, sexo fuera del matrimonio y por pertenecer a otras culturas religiosas. También detuvieron a docenas de periodistas extranjeros y trabajadores humanitarios.
No es aceptable, desde el punto de vista moral, ni civil, ni religioso, que una persona o un grupo de personas estén amenazadas y sometidas a la violencia a causa de su origen étnico y/o religioso. Esto se convierte en un acto que es contrario al principio universal de igualdad entre los seres humanos y es condenable sin disculpa alguna. El respeto por la vida humana es la base de cualquier sociedad civilizada y debe ser la regla principal para realizar todas nuestras acciones.
Hoy día, el diálogo, la fraternidad, la solidaridad, la proximidad humana están muy amenazadas. Es probable que mientras se queman hogares, lugares de culto, monumentos y libros, también ardan en la hoguera siglos de convivencia y de respeto.
Siria e Irak son cuna de religiones monoteístas, y han vivido entre tolerancia y fraternidad el uno con el otro (a pesar de todas las dificultades surgidas en el tiempo). Es a partir de este punto que hay que empezar: los dramáticos acontecimientos de los últimos días no deben hacernos olvidar que la convivencia fraterna y pacífica entre cristianos y musulmanes en estos dos países ha durado siglos y se han desarrollado entre dos grandes civilizaciones. Es un error histórico atribuir el mérito a los regímenes de convivencia pacífica y constructiva que rigen estos dos países. Por el contrario: las nuevas políticas han provocado el empeoramiento de las relaciones entre las diferentes comunidades que conforman sus respectivas sociedades civiles, creando un clima de tensión.
La guerra emprendida contra Irak en 2003, que aún continúa, y la represión del régimen de Damasco contra lo que debería ser su propio pueblo, que comenzó en el 2011, después de cuarenta años de gobierno de la dinastía Assad, siguen causando millones de muertos. Se trata de dos situaciones diferentes, pero las consecuencias sobre la población y la sociedad son resultados tristemente parecidos. De hecho, la guerra, los bombardeos, violaciones, secuestros, la tortura y la violencia son el suelo en el que nacen y crecen los brotes del terrorismo, alimentando la situación en la cual muchos se podrían aprovechar del caos general para llevar a cabo guerras paralelas y hacer sus propios intereses.
Hoy Isis es una potencia militar que asusta, y que se ha acercado en las zonas donde hay yacimientos de petróleo. Nadie ha movido un dedo para esta guerra y para solucionar de manera definitiva esta situación.
Para aquellos que tienen fe, para los que creen, para cualquier persona con una conciencia y un mínimo de honestidad intelectual, es obvio señalar que hay una guerra en nombre de Dios, porque nada ni nadie puede justificar la persecución, la amenaza, el delito y el asesinato de hombres inocentes.
No caigamos en la trampa del odio; no paremos de hablar; no dejemos que los sembradores de conflicto prevalezcan sobre los constructores de puentes de paz. Se necesita mucha determinación y mucho coraje, sobre todo ahora, pero está justo en frente de estas dificultades que el mundo de los creyentes de diferentes religiones y toda la sociedad civil debe darse la mano y hacer que la gente sienta que la verdadera fuerza es el diálogo y el compromiso por la paz. Se trata de reiterar las razones para la colaboración y cerrar el infierno del odio.