Lo ocurrido en París este viernes 13 de noviembre, cuando -al grito de “Alá es grande”- terroristas atacaron simultáneamente varios puntos predeterminados de la capital francesa y asesinaron al menos a 132 personas, dejando a casi 400 heridas -98 de gravedad-, no corresponde solamente a un atentado contra Francia, en represalia por su participación en la acometida internacional contra ISIS –que, mediante comunicado, ha reivindicado los crímenes- sino que constituye una efectiva acción de guerra contra Occidente, contra la libertad, contra la civilización; contra la convivencia y el pluralismo; contra toda creencia religiosa que no sea la practicada por los fanáticos de esa organización extremista.
Durante las comparecencias de los líderes mundiales -Hollande (ante inusual sesión conjunta del Parlamento francés), Obama, Merkel, Putin, Cameron, Rajoy, Abbas- y a lo largo de los informes de los medios de comunicación, ya capturados varios de los posibles terroristas y supuestamente asumido el control de París y otras ciudades por las autoridades, lo que se ha escuchado es, además del rechazo a la barbarie, la voluntad de consolidar y fortalecer la unión entre todas las naciones amenazadas y sus fuerzas policiales y de seguridad, con objetivos claros: neutralizar la acción de los enemigos de la Humanidad y para aniquilar el terrorismo.
“Francia está en guerra”, proclamó Hollande, y de hecho ha ordenado varios bombardeos contra sitios claves de ubicación de ISIS en Siria.
El Papa Francisco, cuyo dolor ante los ataques ha sido manifiesto, habla de una tercera guerra mundial. Una guerra de características totalmente distintas; sin que unos Estados o bloques de Estados se enfrenten a otros; con enemigos que no se sabe en dónde están; que se ignora cuántos sean, ni cómo estén organizados; que pueden aparecer y atacar en cualquier momento y en los lugares menos pensados; cuyos objetivos militares son indefinidos, pues los van seleccionando según sus caprichos; con un ejército fantasma que, sin embargo, es real; con unos generales y unos soldados llevados al combate, no por el patriotismo sino por el fanatismo, para los cuales no existen las normas del Derecho Internacional Humanitario, ni tampoco principios de Derecho, de ética, ni de justicia. Intérpretes arbitrarios del Corán y de la religión en cuyo nombre dicen actuar, aunque los propios musulmanes han dicho, con razón, que no se trata de sus correligionarios, sino de verdaderos terroristas.
Pero no se equivoquen: una cosa es luchar contra el terrorismo. Otra diferente e injusta: la “islamofobia”.