Uno de los motivos principales de la desconfianza entre los colombianos respecto a la administración de justicia consiste en la desesperante lentitud de los procesos. Pasan los días, los meses y los años, y la mayoría de los procesos -inclusive los más sencillos, que deberían llegar a su final sin mayores dificultades- no se mueven; permanecen en el mismo punto. Mientras la vida social transcurre; nacen y mueren muchas personas, incluidos testigos, partes, terceros; cambian los gobiernos; se posesionan nuevos congresistas; terminan los períodos de los magistrados; entran y salen fiscales y procuradores; se modifican y derogan las leyes; se reforma la Constitución y se vuelve a reformar; terminan sus estudios quienes estaban niños cuando esos procesos comenzaron; abren y cierran despachos “de descongestión”; principian y acaban los mundiales de fútbol; se suceden los paros y las vacaciones judiciales; continúan hacinadas las cárceles; se cometen nuevos crímenes; hay nuevas modalidades delictivas; se inician nuevos procesos o se reabren los que cumplen veinte o treinta años; se declara que la acción penal no prescribe porque un magnicidio es crimen de lesa humanidad; la tierra sigue girando…pero miles de procesos penales, civiles, administrativos, laborales -por completo ajenos a todos esos cambios- siguen durmiendo un sueño injusto. Los expedientes están allí, apolillados y mugrientos, esperando algo -nadie sabe qué-, o se han perdido y hay necesidad de reconstruirlos.
En procesos penales, cuando se los quiere impulsar, no falta el abogado que acude a recursos y solicitudes mañosas, distorsionando el concepto del debido proceso -mediante dilaciones injustificadas prohibidas por la Constitución-, con el propósito de impedir que el trámite siga su curso. Alguien se enferma cada vez que hay audiencia. O hay recusaciones. O cambian al abogado, quien pide tiempo para estudiar el expediente. Aplazamiento pedido, aplazamiento concedido. La audiencia se posterga para dentro de dos meses, o para el año entrante. Y el día señalado, surge otro percance. Otra enfermedad. Un nuevo abogado, otra recusación u otro motivo de aplazamiento. Los jueces aceptan y para nadie hay sanción por esas maniobras.
Ahora, hasta en la Corte Constitucional -que se caracterizaba por cumplir escrupulosamente los términos- “engavetan” los expedientes.
Todo eso, como si la justicia no se necesitara. Como si el acceso a ella no fuera un derecho fundamental; como si no se tratara de un servicio público a cargo del Estado. Y como si la Constitución no dijera que los términos judiciales son para cumplirlos y que su incumplimiento será sancionado.