Lo que ocurre en la Guajira y en otros departamentos del país con los niños –que están muriendo como consecuencia de la desnutrición- es algo que no solamente conmueve y duele sino que resulta incomprensible, inexplicable, kafkiano. El que presenciamos es un drama inconcebible, pero real.
Es incomprensible que suceda en un Estado Social de Derecho, cuya función esencial consiste en garantizar a todos los asociados el pleno ejercicio de sus derechos, mediante la utilización eficiente de los recursos y el despliegue de los esfuerzos administrativos y financieros necesarios hacia la realización de los objetivos de la colectividad.
Es inexplicable que las muertes de los niños wayúu por esta causa se hayan venido dando desde hace años, ante la mayor impotencia de sus familias y en medio del general abandono, y que solamente hasta ahora, y tan solo a raíz de las denuncias de los medios de comunicación, el Gobierno y los organismos oficiales hayan comenzado a preocuparse y a diseñar de carrera unas “políticas” destinadas a la solución del problema, aunque –como lo hemos visto en estos días- sin lograrlo, pues todos los días sabemos que niños o niñas de esa comunidad indígena mueren por desnutrición o por enfermedades ligadas a ella.
No se entiende cómo, ni por qué, cuando la desnutrición es todo un proceso, que tiene lugar durante un tiempo prolongado –no surge de la noche a la mañana- nunca se dio la alarma, aunque muchos niños podían estar afectados. Y nadie organizó un sistema de salud apropiado para la comunidad, ni un plan de alimentación apropiado para los niños de la región.
Lo propio en el caso de los niños del Chocó, muchos de los cuales también han muerto por la misma causa.
En días pasados escuchamos del Presidente de la República estas palabras: “No se puede morir ni un solo niño por desnutrición ni en La Guajira, ni en ninguna parte del país”. Lo dijo como impartiendo una orden, como si la naturaleza –ya desatada fatalmente, en razón del previo abandono, contra las vidas de los menores- entendiera y estuviera dispuesta a cumplir las tardías órdenes presidenciales. A la semana siguiente, no uno sino al menos seis niños guajiros murieron por desnutrición.
Eso es también inexplicable. Que el gobernante -en materia tan grave y en situación tan delicada como esta, que compromete la salud y la vida de los niños- aplique su habitual política de anuncios y promesas, dirigida más a los medios de comunicación y la transitoria imagen presidencial que a la realidad de las cosas.
El Gobierno ha debido adoptar desde hace tiempo medidas extraordinarias, con la participación de brigadas de médicos, científicos y nutricionistas ubicados en la zona hasta nueva orden, hasta controlar la situación, y además, hacia el futuro, organizar y poner en marcha un sistema especial de seguridad social en salud en favor de los menores.
El Ejecutivo debe recordar que, de acuerdo con el artículo 2 de la Constitución, una de las finalidades del Estado consiste en garantizar la efectividad de los derechos, y que las autoridades deben proteger, en su vida, a todas las personas residentes en Colombia; que el artículo 13 lo obliga a adoptar medidas especiales respecto a sectores marginados de la población, pero especialmente tener en cuenta que, según el artículo 44 de la Carta, “los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”.
El texto de esta última norma no deja dudas: “La familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos”.
Y en este caso, a las familias indígenas no se les puede exigir mayor cosa, dadas las circunstancias de extrema pobreza en que se desenvuelven.