Cada vez se hace más evidente en Colombia la desinstitucionalización, una enfermedad muy grave que lesiona el sistema democrático y que consiste en el decaimiento de las reglas básicas en que se funda el Estado de Derecho; en el desmoronamiento de las estructuras jurídicas; en el predominio de las vías de hecho sobre los procedimientos y mecanismos establecidos por el orden jurídico; en la generalizada pérdida de credibilidad de los órganos estatales; en la práctica desaparición de las fronteras que deben existir entre los entes públicos en lo relativo a sus atribuciones; en la distorsión del papel que cumplen los organismos respecto a la población; en la frecuente confusión entre los intereses particulares y los públicos; en la generalizada falta de efectividad de la ley; en el desacato y la falta de respeto a las decisiones judiciales; en la politización de las funciones judiciales y de control, entre otros síntomas que desde hace unos años viene presentando la organización estatal colombiana.
Uno de los principios fundamentales del Estado de Derecho, cuya vigencia efectiva es indispensable para la subsistencia de la institucionalidad, consiste en la preservación de la independencia entre las ramas y órganos del poder público (Art. 113 C. Pol.), lo cual implica que cada uno de ellos cumpla sus funciones, en los términos que la Constitución establece (Arts. 3 y 122 C. Pol.); que ninguna rama u órgano invada las competencias de los otros (Art. 121 C. Pol.); que prevalezca entre ellos el buen trato, aun ante discrepancias o conceptos divergentes, ya que las diferencias se deben ventilar tan solo por las vías y procedimientos que contemplan las normas constitucionales.
Cabe resaltar que, en el caso colombiano, han venido haciendo carrera las prácticas contrarias, entre ellas la de no respetar los linderos funcionales, lo que conduce al caos. No es extraño que un ministro resulte ingresando en los terrenos de otro, generalmente mediante declaraciones públicas, o que resuelva pronunciarse ante el Congreso en contra de lo dicho por sus colegas sobre un determinado proyecto. O que los ministros o directores de departamentos administrativos hablen a título individual, comprometiendo al Gobierno, de modo que otro funcionario o el Presidente de la República aparecen luego desautorizándolos o diciendo lo contrario.
También se nota la tendencia a la desinstitucionalización cuando los altos funcionarios, del Presidente de la República para abajo, ya no se pronuncian mediante decretos o resoluciones, o en el Consejo de Ministros, sino por medio de trinos en las redes sociales, o cuando los ministros y los dirigentes de oposición se trenzan en polémicas estériles y en mutuas ofensas por esos mismos medios electrónicos. Se desdibuja la institucionalidad y se pierde la respetabilidad.
La desinstitucionalización también es ostensible cuando los órganos públicos, inclusive las altas corporaciones de la Justicia, la Fiscalía o la Procuraduría, pierden de vista los límites de sus atribuciones y entran en campos ajenos a los suyos. O, peor todavía, cuando hacen uso de sus atribuciones –tomándolas como fuente de poder y no de competencia- para oponerse a decisiones de otros órganos por razones políticas, ideológicas o religiosas, o para castigar a sectores políticos con los cuales no simpatizan. Se personalizan y se politizan los procesos, que, en el Estado de Derecho, deberían estar regidos únicamente por las normas y conducidos objetiva e imparcialmente hasta su culminación.
El fenómeno toma dimensiones muy preocupantes cuando se observa que, como acaba de ocurrir, una decisión de la Fiscalía General, que se supone adoptada en ejercicio de sus funciones, provoca un enojado desfile de la oposición ante la Casa de Nariño, pidiendo la renuncia del Presidente de la República, como si se protestara por una decisión suya.