Un Estado democrático de Derecho, por su misma definición, tiene que estar sometido a las reglas constitucionales. Es lo que aprendimos en la Cátedra de Derecho Constitucional. Pero cada vez se está volviendo más difícil explicar a los estudiantes las razones para que haya una enorme distancia entre esa teoría y la realidad.
Nos encontramos con frecuencia ante decisiones que, impulsadas por la intención política, se apartan (en sustancia) de la Constitución, aunque se les da la apariencia de legitimidad.
Basta pasar revista a lo acontecido en el caso del proceso de paz colombiano, un proceso que, tras medio siglo de violencia, comenzó bien -a partir del artículo 22 de la Constitución, a cuyo tenor la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento-, pero que, por extraña paradoja, en la medida de sus avances se fue alejando del Derecho. Curiosamente, no por la gestión de los voceros de las Farc -que estaban fuera de la legalidad-, sino por la actividad de quienes, como representantes de la institucionalidad, han debido respetar sus normas y no lo hicieron: los órganos estatales.
En primer lugar, para dar la apariencia de legitimidad, dijeron someterse al dictamen popular sobre los acuerdos de La Habana y hablaron de un plebiscito, pero -con la bendición de la Corte Constitucional- modificaron la legislación estatutaria sobre ese mecanismo de participación para que, apenas con el 13% del censo electoral a favor, se entendiera que el pueblo colombiano apoyaba todo lo actuado.
Después, convocado el plebiscito –que no era necesario, como lo hemos dicho varias veces-, se confundió al pueblo, proclamando que el Acuerdo firmado en Cartagena el 26 de septiembre -un farragoso documento de 297 páginas, en que el Estado asumió numerosos compromisos- era la paz. Y, ante la pregunta formulada, que daba lugar a dos opciones de respuesta igualmente válidas –SÍ o NO-, se adelantó una campaña, encabezada por el Gobierno, señalando a los críticos del Acuerdo como enemigos de la paz y abanderados de la guerra. Una falacia que el pueblo rechazó el 2 de octubre, votando mayoritariamente por el NO.
Después, dando la apariencia de consulta con los dirigentes de la opción ganadora, se reformaron algunos puntos no esenciales del documento, y el 24 de noviembre se firmó un nuevo Acuerdo.
Ese nuevo papel -que la mayoría de los colombianos no conoce- fue llevado al Congreso, que dijo refrendarlo "popularmente", pese a que la exigencia lógica y jurídica era de “refrendación popular” (es decir, proveniente del pueblo) y había sido plasmada como condición indispensable para que el Acto Legislativo 1 de 2016 entrara en vigor. Este último contiene una reforma de la Carta Política que, según la Corte Constitucional, no la sustituyó pero que la cambió por completo, dando vía libre al mal llamado “Fast track” –procedimiento legislativo breve- y a unas facultades presidenciales ilimitadas e imprecisas.
En suma, toda una cadena de falacias que hicieron del orden jurídico y del pueblo reyes de burlas.