La Constitución colombiana de 1991 alcanzó a pasar del cuarto de siglo, pero el uso irresponsable de las facultades reformatorias, en cabeza del Congreso, ha hecho que su vigencia haya sido accidentada, y que en muchos aspectos hayan sido frustrados o se hayan quedado irrealizados sus objetivos.
No se permitió que rigiera en su integridad, al menos durante un tiempo, una constitución innovadora, democrática, pluralista, participativa, rica en valores y principios, amplia y generosa en materia de derechos, libertades y garantías, con todas las bases institucionales para la realización del Estado Social de Derecho. Comenzó a ser modificada a muy poco andar y desde 1993 ha sido evidente un afán reformista desordenado, que ha llevado a promulgar normas constitucionales sin sentido alguno de coherencia y sin sustento en la necesidad o en la probada conveniencia de las enmiendas.
Como contrapeso a la incontinencia reformadora, la jurisprudencia sentada por la Corte Constitucional y la doctrina permitieron extraer de la Constitución numerosos efectos, con base en sus valores y principios esenciales, y por tanto, la Carta Política de 1991 logró introducir cambios sustanciales en la concepción del Derecho Público, habiendo conformado una dogmática verdaderamente importante, reconocida y exaltada no solamente dentro del país sino fuera de él. La jurisprudencia de la Corte Constitucional es citada y acogida como una de las más modernas y progresistas, y ha servido de ejemplo a otros tribunales constitucionales.
Pero lo cierto es que, a estas alturas, la Constitución colombiana de 1991 está deshecha. Durante este tiempo, a pesar de los inocultables progresos que significó, porque introdujo numerosos elementos renovadores en nuestro Derecho Público, se ha ido desvirtuando su espíritu original, democrático y participativo. Cuarenta y dos reformas aprobadas para distintas coyunturas, en una gran improvisación, han venido socavando el sistema, mediante una creciente pérdida de respeto a la intangibilidad constitucional. Se ha venido “manoseando” la Constitución, hasta convertirla en una verdadera "colcha de retazos".
Tras la culminación de los diálogos de paz en La Habana -que si bien sabíamos debían producir algún impacto en el ordenamiento superior y en la legislación, jamás pensamos que se tradujeran en un quiebre institucional-, ha ocurrido que el Congreso, por iniciativa del Gobierno y con la supuesta finalidad de desarrollar los acuerdos, ha venido a convertir la Constitución en un verdadero caos. En un manojo de normas que hoy por hoy no sabemos cuántas ni cuáles son. Con notoria influencia extranjera, el Congreso simplificó, mediante el "Fast track", los requisitos a él exigidos por el Constituyente para modificar la Carta Política; se ha introducido la Justicia Especial de Paz -JEP-, cambiando por completo la estructura de la rama judicial y el sistema de administración de justicia, incorporando el Acuerdo Final de Paz al bloque de constitucionalidad, y se avecinan otras reformas, tanto en la Constitución como en las leyes, además de que la Corte Constitucional ha relajado el sistema de control y defensa de la integridad y supremacía del Estatuto Fundamental.
Cuando las cosas están así -sin el orden, la coherencia y la razonabilidad que deben caracterizar a una constitución política-, se precisa iniciar cuanto antes una reingeniería, en este caso constitucional. Hay que volver a hacer la Constitución, retomando sus principios básicos y registrando los nuevos hechos, acabando de paso con la polarización hoy existente. Ante la crisis institucional, se necesita con urgencia convocar a una Asamblea Constituyente, claro está, siempre que se quiera restablecer un sistema jurídico y un legítimo Estado Social de Derecho.