Los malos jugadores, cuando pierden, rompen el naipe y se retiran del juego. Además, suelen ser agresivos.
Es lo que acaba de pasar en Venezuela: el Presidente Nicolás Maduro y su Canciller Delcy Rodríguez anunciaron y formalizaron ante la Asamblea General el retiro de la Organización de Estados Americanos OEA.
La situación de Venezuela, en todos los aspectos, es crítica en grado sumo. La economía está destrozada; la inflación galopante; la devaluación de la moneda, completamente fuera de control; desempleo, escasez y hambre por todas partes. La ilegitimidad del régimen, aunque el Gobierno fue elegido popularmente, es ostensible. Se ha roto la institucionalidad. No hay una separación real de funciones públicas, ni impera el Estado de Derecho. Las protestas, reclamando que se recobre el genuino curso de la legalidad, y que se abran las posibilidades de elecciones, inundan las calles de las ciudades venezolanas, todos los días. Al parecer, no cesarán mientras el estado de cosas permanezca igual.
En los últimos días,arguyendo que se prepara un golpe de Estado -como si no lo hubiera dado el Tribunal Supremo contra la Asamblea-, Maduro ha armado a las milicias y ha desplegado a las fuerzas militares y policiales para reprimir las protestas, lo que ha causado ya al menos 26 muertos, numerosos heridos y cientos de detenidos. El caos se ha enseñoreado del vecino país.
La OEA hace lo que le corresponde, para velar por el respeto a los Derechos Humanos, llama la atención sobre la crisis, reclama el regreso a la democracia y a la institucionalidad. Y en respuesta, Venezuela se retira de la Organización.
Desde luego, así no pueden ser las cosas en Derecho. La reacción venezolana no puede ser de facto, como pretende Maduro. Hay unas reglas, unos procedimientos, unos tiempos y una responsabilidad internacional, que deben tener lugar, y que, quiera o no, deberán cumplirse.