La administración de justicia colombiana, y el ejercicio mismo del Derecho, que en el pasado merecieron respeto y fueron motivo de orgullo dentro y fuera de nuestro territorio, viven uno de los momentos más críticos y difíciles de su historia. Con honrosas excepciones, pululan los abogados sin conciencia y sin ética profesional, y muchos jueces, fiscales, magistrados y corporaciones judiciales han perdido independencia, imparcialidad y credibilidad; han dejado de ser ejemplos de cordura, sabiduría y honradez, para ser buscadores de poder, prebendas y dinero; toman decisiones con criterio político o de conveniencia, y -lo peor- los casos de corrupción judicial han aumentado de modo alarmante en los últimos años.
Por otra parte, también con excepciones, la formación jurídica de no pocos funcionarios judiciales -igual pasa con los abogados- deja mucho que desear. La justicia se ha politizado y burocratizado. Por regla general, el hábito de estudio se ha perdido, y se los ve desactualizados y vacilantes. No se tiene una visión integral y coherente del Derecho, y en juzgados y tribunales se ha extendido la pésima costumbre de delegar la redacción de autos y sentencias en empleados subalternos, sin suficiente preparación. Además de la consabida morosidad y de la ya insostenible acumulación de procesos en los despachos, se percibe la perniciosa tendencia a firmar sin leer, lo cual denota irresponsabilidad y falta de criterio jurídico. No es extraño encontrar providencias con deficiente o contradictoria motivación, redactadas a la carrera, sin una eficiente valoración de los hechos y sin fundamento en las normas constitucionales o legales.
A ello se suma que muchos abogados sin ética ni principios, y carentes de los necesarios conocimientos en Derecho, consideran que la mejor forma de ganar los pleitos no reside en la adecuada y firme exposición de sus razones, ni en la solidez de sus exposiciones verbales o escritas, ni tampoco en la firmeza de su argumentación, ni en el debate jurídico, ni en la contundencia de las pruebas, sino en la mayor habilidad para dilatar los procesos; para manipular el reparto; o para procurar la compra de empleados y funcionarios judiciales.
Ante semejante situación, las facultades y los profesores de Derecho tenemos que asumir, con sentido de nuestra alta responsabilidad, la tarea -ciertamente difícil pero indispensable y urgente- de rescatar para el Derecho su prestigio. Tenemos el desafío de entregar al país y a la sociedad nuevas promociones de abogados íntegros y capaces; honestos y leales; bien formados en Derecho; con criterio jurídico; convencidos de su trascendental función en el seno de la sociedad, la cual consiste -como lo hemos recalcado- en la incansable y recta búsqueda de la justicia, la verdad, la igualdad y de la seguridad jurídica; en la reivindicación de los valores y principios constitucionales; en el compromiso con la moralidad, la autenticidad y la legitimidad. En fin, hemos de extirpar, en beneficio de las nuevas generaciones de juristas, los muchos vicios que hoy afectan a la administración de justicia y los no menos graves que se han adueñado de muchos bufetes.
En cuanto a la función judicial, hemos de repetir que ella no puede ser adecuadamente ejercida si quienes administran justicia carecen de idónea y completa formación jurídica y humanística; si tienen compromisos con objetivos ajenos a su misión; si les falta independencia, imparcialidad, rectitud, moralidad.
El país no puede permitir que periclite la Justicia, porque ello haría que fracasara la democracia.