Está claro -y lo dijo el Tribunal Constitucional- que, a la luz de la Constitución española, las autoridades catalanas no podían convocar al pueblo para llevar a cabo un referendo en el que se consultaba sobre si se quería o no independizar a Cataluña de España y pasar a ser un Estado organizado como república.
Pero lo ocurrido ayer en las ciudades catalanas, lejos de significar la reivindicación de un criterio jurídico por la unidad española y de mostrar al mundo que se adelantaba un evento contrario a la legalidad, fue una demostración de innecesaria brutalidad, de cobardía policial y de violencia.
No era necesario el despliegue de las fuerzas policiales nacionales, que están constituidas para garantizar la pacífica convivencia entre los españoles, y en vez de eso confiarles una tarea innoble, consistente en destruir urnas y en desmantelar centros de votación, y mucho menos en golpear a mujeres y a hombres indefensos -incluidas personas de la tercera edad-, y hasta a los bomberos, porque ya se sabía que el evento era contrario al ordenamiento constitucional español y, por tanto, carecía de efectos jurídicos.
Pero la violencia desatada, con gran torpeza y la más absoluta falta del más mínimo respeto a los seres humanos, que causó casi 900 heridos, generó las naturales consecuencias de lo excesos. Logró convertir a los votantes en víctimas, avergonzar al gobierno español, enardecer a la población, generar la crítica internacional a la autoridad nacional y particularmente al Presidente Mariano Rajoy, quien demostró su incapacidad para manejar las cosas como lo ha debido hacer un estadista.
Rajoy dijo al final de la vergonzosa jornada que se había preservado el Estado de Derecho. No fue así. El Estado de Derecho no se preserva, ni la democracia se impone mediante la fuerza y la violencia. No se puede defender la legalidad con la brutalidad.