El 25 de noviembre de cada año tiene lugar esa conmemoración, en recuerdo de tres hermanas -Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, conocidas como “las mariposas” o “las Mirabal”-, quienes se oponían al oprobioso gobierno de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, motivo por el cual el sanguinario dictador no vaciló en ordenar que fueran ejecutadas. Minerva y María Teresa habían sido capturadas, juzgadas y condenadas -junto con sus esposos- a tres años de prisión, aunque, con perversa intención, meses antes de su asesinato, el régimen decidió dejarlas en libertad.
El crimen, mal disfrazado de accidente automovilístico, se perpetró por los esbirros de Trujillo el 25 de noviembre de 1960. Sin duda un crimen horrendo que, por sus características, conmocionó a ese país y precipitó la caída del tirano.
En el antiguo Virreinato de la Nueva Granada, bajo el régimen del terror, ya había ocurrido eso mismo -también por motivos políticos- con Policarpa Salavarrieta y Antonia Santos Plata, ambas fusiladas por causa de su lucha en favor de nuestra libertad.
Hoy los motivos son los más diversos, y en pleno siglo XXI, cuando se proclama en los países el respeto al Derecho y a la libertad, y cuando la mujer ha logrado reivindicaciones políticas y laborales, sigue siendo víctima en muchas formas: acoso y violencia sexual, maltrato físico y moral, discriminación, ataques con ácido, mutilaciones, desfiguraciones, golpes y la muerte. Sólo que ahora, los crímenes no provienen de decisiones políticas sino de la brutalidad y los instintos bestiales de sus parejas; sus novios, sus esposos, sus compañeros permanentes, sus pretendientes.
Las estadísticas son demoledoras. Según el Instituto de Medicina Legal, solamente en 2017 han sido asesinadas en el país 204 mujeres, y la Fiscalía General habla de 345 feminicidios. Y, como a todos nos consta, prácticamente no pasa un día sin que noticieros periódicos y redes registren al menos un caso de feminicidio, maltrato o violación.
La situación es alarmante. Las normas nacionales e internacionales proclaman exactamente lo contrario de lo que ocurre.
Desde una perspectiva constitucional, si atendemos a los fundamentos del ordenamiento jurídico colombiano y a los compromisos del Estado consignados en varios tratados internacionales, en teoría la mujer está protegida por el sistema y por las autoridades, pero ello no tiene expresión en la realidad cotidiana, ni en las costumbres, ni en los criterios sociales predominantes. Es menester que, además de las sanciones penales, mediante una profunda y persistente labor educativa se haga conciencia a nivel público sobre la dignidad de la mujer y acerca del prioritario objetivo de erradicar las prácticas que cercenan y hacen inútiles las normas e inane cualquier garantía formal mientras no se traduzca en un hábito colectivo, en una convicción generalizada y en una extendida cultura de respeto y consideración hacia el sexo femenino. Su dignidad, su vida y sus demás derechos básicos no pueden quedar expósitos en una sociedad civilizada.