Lo que se espera de un sistema democrático en una sociedad civilizada, y de los demócratas que participan en la natural competencia por llegar al poder mediante el voto, es que disputen el favor popular agitando ideas, controvirtiendo acerca de los fundamentos ideológicos y políticos, formulando propuestas y programas con miras a atender las necesidades de la colectividad y de los ciudadanos. Se supone que quien convenza a los sufragantes tendrá de éstos la respuesta favorable en las urnas, no por haber comprado sus votos, sino por haberlos persuadido sobre las ventajas de su elección.
¿Qué pasa entre nosotros? Que a las malas prácticas de la compra de votos y el manejo corrupto de las campañas se agrega ahora -y con todo furor- la guerra sucia, la calumnia y el insulto. Con contadas excepciones, los candidatos pretenden hacerse con el respaldo popular, sin ideas propias, sin propuestas y sin conceptos sobre la buena conducción del gobierno y acerca de la legislación requerida. Al parecer, según los asesores y consejeros de los aspirantes, eso no consigue votos. No produce dividendos políticos. El camino es el descrédito del contrario; la presentación pública -en redes y medios- de antecedentes turbios, delictivos o inmorales, no importan si corresponden o no a la verdad. Todo vale. Fotografías, videos, montajes, todo lo que pueda culpar, desprestigiar, avergonzar al rival político. O esparcir mentiras sobre sus programas, aunque la presentación amañada de los mismos haga sentir miedo, prevención o escrúpulo.
Los golpes bajos se volvieron comunes, y sin remordimiento, y a sabiendas de que no habrá mecanismo ni autoridad judicial que de manera oportuna ponga freno a la maledicencia, la ofensa o la calumnia. Las redes sociales se convierten en armas, y se contrata a quienes las usen contra los adversarios, sin la más mínima ética.
El nivel de la política y de las campañas ha caído demasiado bajo.
El panorama de la campaña no puede ser más preocupante, desde el punto de vista del sistema político. No parece un certamen democrático, en que se debate con razones y argumentos, entre personas que aspiran a ejercer las más altas dignidades, sino una disputa callejera, una rebatiña, una competencia para saber quién es mejor para el improperio y la injuria.
Colombia debe recobrar la dignidad de la política y volver a la esencia de la democracia. El pueblo debe encontrar opciones válidas, entre ciudadanos meritorios y con ideas, que obren con sindéresis y con mutuo respeto, sin perjuicio de las diferencias ideológicas o políticas.