Ayer, una vez más, tuvo lugar, muy cerca de nuestros estudios en Bogotá, una jornada que se supone de protesta de estudiantes de la Universidad Pedagógica Nacional, pero que en realidad fue de violencia.
Más de cuatro horas de disturbios, con un saldo de varios heridos, algunos de ellos graves. Piedra, bombas papa, fuertes explosiones fuera y dentro de la institución educativa.
Aquí hemos defendido de modo permanente la libertad de expresión, la de reunión y el derecho a la protesta, todos derechos esenciales garantizados en la Constitución e inherentes a la democracia.
Pero una cosa es protestar y otra cosa es la violencia y la perturbación del orden público.
Vimos a personajes encapuchados, vestidos de negro, agitadores profesionales, estimulando las acciones violentas, contra la fuerza pública, contra negocios lícitos establecidos en la zona y contra la ciudadanía.
No creemos que se trate de estudiantes. Aunque haya estudiantes protestando, todo indica que hay agitadores infiltrados, que precisamente por ello, no muestran la cara. Se ocultan tras las capuchas y asumen actitudes desafiantes y dirigen los injustificados ataques contra las personas, contra las instituciones y contra la propia Universidad.
Llama la atención el hecho de que los vecinos escuchan las detonaciones, ven interrumpidas sus labores habituales, ven a los encapuchados incitando y lanzando las bombas papa, sufren por cuenta de los gases lacrimógenos, pero nunca saben las razones, ni las causas de la protesta, ni los fundamentos fácticos o ideológicos que esgrimen los supuestos estudiantes. Todo se reduce a varias horas de perturbación, sin saber por qué.
Violencia y más violencia, a pocos días de las elecciones. Una campaña sin ideas, sin argumento, pero con mucho odio y mucha intolerancia.