Los ciudadanos colombianos acudiremos a las urnas el próximo domingo 17 de junio para elegir al Presidente de la República. Lo debemos hacer con sentido democrático; pensando ante todo en los problemas del país –que no son pocos- y en las soluciones que proponen los dos candidatos.
La aplicación del procedimiento establecido en la Carta Política de 1991 nos ha llevado a la necesidad de escoger entre las dos fórmulas que obtuvieron mayor votación el 27 de mayo. Pese a cuanto se ha dicho por los partidarios de una y otra -muchas veces con enorme e injustificada agresividad- este fenómeno político -la confrontación entre dos opciones antagónicas- es precisamente lo propio del sistema democrático. No debemos asustarnos. Simplemente, debemos resolver, con fundamento crítico y sin prevenciones ni odios, con quién nos vamos. El voto es secreto, y entre todos habremos de contribuir, ojalá con gran madurez, a señalar el rumbo de Colombia en los próximos cuatro años.
El momento es trascendental. Participar en las elecciones en esta segunda vuelta, votando por la opción política que cada uno estime más conveniente, es una magnífica oportunidad para escribir una importante página en la historia de la República, en paz y dentro del respeto que merecen las ideas ajenas.
Lejos de la fastidiosa polarización que ha predominado en Colombia en los últimos dos años, considero que estamos ante dos candidatos legítimos, cuyos criterios –claro está, como es propio de la democracia- son totalmente distintos sobre la forma de concebir la sociedad y el papel del Estado y del gobierno, lo cual no los descalifica de suyo en lo personal ni en lo político, y merecen ambos el respeto del ciudadano, que no riñe con el derecho de todos a sufragar según sus convicciones.
Los dos aspirantes han asumido el compromiso de garantizar la paz y prometen no destruir el Acuerdo firmado entre el Gobierno y las FARC-EP, aunque, siendo cierto que el Estado se encuentra obligado por lo pactado, también lo es que –como lo hemos dicho varias veces- los nuevos dignatarios del Congreso y del Gobierno tienen todas las facultades para modificar las disposiciones constitucionales y administrativas aprobadas, y deben expedir las que hacen falta para el cumplimiento de los acuerdos. Es decir, son necesarios los ajustes razonables y proporcionados, cuya introducción beneficia inclusive a los desmovilizados, en cuanto les otorga mayor seguridad jurídica.
La verdad hay que reconocerla, y sabemos bien que, en la fase de implementación del Acuerdo Final, se dictaron normas de distinto rango pero sin la mira puesta en la integración razonada y medida de sus mandatos al ordenamiento jurídico, sino con el propósito –de cortísimo plazo- de mostrar a los colombianos y al mundo una fachada maravillosa en materia de paz, para lo cual no se vaciló en propiciar que fuesen acogidos los contenidos normativos -fueran los que fueran-, sin campo para las iniciativas diferentes, ni para el debate jurídico y de conveniencia en el interior del Congreso, lo que, unido a las varias equivocaciones oficiales y a las no menos erróneas decisiones de la Jurisdicción Especial de Paz, JEP, han conducido a una creciente desinstitucionalización.
Por lo demás, las elecciones del domingo son la ocasión para demostrar la madurez política del pueblo colombiano. Y deseamos sinceramente que se desenvuelvan de manera pacífica, por fuera de la infortunada polarización que nos viene aquejando. Las dos candidaturas son válidas, y frente a ellas debemos asumir posiciones sensatas: con libertad y razón, cada votante ha de escoger lo que mejor estime, sin que por ello tenga que afrontar insultos, ofensas o calumnias, ni en las redes sociales, ni en los sitios públicos, ni en el interior de las familias o de las comunidades.
Que gane el que encuentre mayor aceptación popular gracias a sus buenos programas y propuestas. Todos aceptaremos, en democracia, los resultados de la votación.