En cuanto a la primera –Ley 1909 de 2018-, busca asegurar, en cumplimiento de la Constitución, que los partidos o movimientos políticos se definan -¿están con el gobierno, son independientes o están en la oposición al gobierno?- y que, una vez establecido cuáles de ellos serán opositores, cuenten con los instrumentos y garantías que les brinda el sistema democrático para ejercer su función con libertad y para que se constituyan en alternativas de poder dentro de unas reglas de juego señaladas en el ordenamiento jurídico.
Es lo propio de la democracia. Hace parte de su esencia. El beneficiado con un esquema razonable y claro al respecto no es otro que el pueblo.
Pero, más que las normas, lo importante es la actitud y la ética con las cuales se desempeñe el Gobierno y obre la oposición. El Ejecutivo debe permitir el libre ejercicio de la oposición, sin obstaculizar su actividad, que debe ser desarrollada con toda libertad, dentro de las reglas de juego que contemplan la Carta Política y el Estatuto.
Por su parte, los opositores han de obrar con lealtad, con respeto -sin perjuicio de la contundencia y severidad de la crítica y la denuncia-, sin mentiras y, desde luego, pacíficamente y por vías ceñidas a las normas vigentes.
No todos pensamos igual. No todos tenemos los mismos conceptos en materia política, económica, jurídica o social. Que cada cual exponga sus criterios, adelante sus debates, formule sus propuestas y denuncias y deposite sus votos con libertad y dentro de la Constitución y la ley. Todo eso es lo que se espera de una democracia madura y civilizada.
En la otra Ley -la 1908 del 9 de julio de 2018, relativa al sometimiento a la justicia por parte de los grupos armados ilegales-, encontramos al menos una regla –hay varias- abiertamente inconstitucional: la que obliga a los abogados defensores a acreditar sumariamente el origen lícito de los honorarios que reciben.
Por una parte, la disposición presume la mala fe del abogado que asume la defensa. A éste le paga su defendido, aún no condenado y cuya presunción de inocencia debe preservarse, según los claros términos del artículo 29 de la Constitución y de los tratados internacionales sobre Derechos Humanos.
Desde luego, se debe presumir que el origen de tales dineros es lícito, mientras no se demuestre judicialmente lo contrario. Sancionar al abogado porque no acredita la prueba sobre el origen lícito significa suponer su mala fe y obligarlo a demostrar algo que no puede demostrar.
La norma afecta gravemente el ejercicio de la profesión, violenta principios constitucionales y repercute en daño del derecho de defensa de las personas porque, con esa regla, ningún abogado querrá asumir la aludida función.