Se trata sencillamente de asegurar que los partidos o movimientos políticos se definan -están con el gobierno, son independientes o están en la oposición al gobierno- y que, una vez establecido cuáles de ellos serán opositores, cuenten con los instrumentos y garantías que les brinda el sistema democrático para ejercer su función con libertad y para que se constituyan en alternativas de poder dentro de unas reglas de juego señaladas en el ordenamiento jurídico.
A eso no hay que tenerle miedo. Es lo propio de la democracia. Hace parte de su esencia. El beneficiado con un esquema razonable y claro al respecto no es otro que el pueblo, siempre y cuando tanto el gobierno y los partidos y movimientos que lo apoyan como los partidos y movimientos que le son contrarios y ejercen la oposición, actúen dentro de los principios propios de la democracia, cada cual en su papel.
Más que las normas, lo importante es la actitud y la ética con las cuales se desempeñe el Gobierno y obre la oposición. El Ejecutivo debe permitir el libre ejercicio de la oposición, sin obstaculizar su actividad, que debe ser desarrollada con toda libertad, dentro de las reglas de juego que contemplan la Carta Política y el Estatuto de Oposición.
Por su parte, los opositores deben obrar con lealtad, con respeto -sin perjuicio de la contundencia y severidad de la crítica y la denuncia-, sin mentiras y, desde luego, pacíficamente y por vías ceñidas a las normas vigentes.
No todos pensamos igual. No todos tenemos los mismos conceptos en materia política, económica, jurídica o social. Que cada cual exponga sus criterios, adelante sus debates, formule sus propuestas y denuncias y deposite sus votos con libertad y dentro de la Constitución y la ley. Todo eso es lo que se espera de una democracia madura y civilizada.