El Estado de Derecho se caracteriza por la efectiva y permanente sujeción de todos –gobernantes y gobernados, servidores públicos de todas las ramas, y particulares- a un orden jurídico previamente establecido, dentro de un esquema institucional que garantice el equilibrio, la separación y la colaboración armónica entre las ramas y órganos del poder público para alcanzar los fines estatales.
En cuanto a la rama judicial, debemos recordar: jueces y magistrados están llamados a realizar los fines primordiales del Derecho –la justicia, la equidad y la seguridad jurídica- y, por supuesto, al actuar, están sometidos en grado superlativo a la Constitución y a las leyes.
Los jueces ejercen la función quizá más delicada de las que corresponden al Estado: “Juris Dictio”, se proclamó desde la época del Derecho Romano. Significa “decir el Derecho”. Venir al caso concreto para que las previsiones genéricas y abstractas de las normas se cristalicen en cabeza de personas en concreto; hacer efectivos los derechos, las obligaciones, las cargas y las responsabilidades. “La constante y perpetua voluntad de dar a cada cual lo suyo”, como lo expresara Ulpiano.
Si ello es aplicable a todos los jueces, con mayor razón a los jueces constitucionales, encargados de velar por el imperio y la supremacía de la Constitución.
De allí que resulte preocupante la perniciosa tendencia de algunos de ellos -no todos- a aplicar las normas jurídicas, inclusive las de la Carta Política, con base en interpretaciones que se miran (con criterio subjetivo) “convenientes” u "oportunas" desde el punto de vista político o económico, pero sin atención al significado y efectos que tiene ese criterio bajo una estricta perspectiva jurídica.
Hemos podido examinar recientes autos y sentencias, tanto en materia de control constitucional en abstracto como en materia de revisión de decisiones de tutela, y la conclusión objetiva a la que llegamos no es otra: sin generalizar -porque también hay buenos magistrados y acertadas decisiones-, la verdad es que se percibe -y de manera creciente- una gran falta el rigor jurídico, de motivaciones bien fundamentadas y claramente expuestas, de razones suficientes para llegar a la decisión. Así, muchas demandas de inconstitucionalidad se rechazan por el prurito de exigir al ciudadano del común el cumplimiento de complicados requisitos técnicos no previstos en norma alguna.
Debemos reconocer que hoy, infortunadamente, muchas decisiones se adoptan sin atender a las reglas de hermenéutica; sin una valoración de los hechos; sin previa lectura de las demandas ni de los alegatos; sin análisis de las disposiciones aplicables; sin una adecuada ponderación; sin una relación lógica entre la motivación y la resolución.
Todo ello conduce a un deficiente control de constitucionalidad que, hoy por hoy, no está cumpliendo su función. Hay que volver al rigor jurídico y que los jueces fallen en Derecho.