Si hay algo dañino en cualquier tipo de relación humana, en cualquier sociedad y en cualquier Estado, es la falsedad.
Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que falsear es "adulterar o corromper una cosa". Lo falso, según la misma obra, es lo engañoso, lo fingido, lo simulado, lo "falto de ley, de realidad o veracidad".
Quien dice, afirma, sostiene o presenta algo que riñe con la verdad engaña, miente y ofende. Por eso, nuestro sistema penal señala la falsedad como un delito. Tiene que serlo, porque la falsedad destruye las bases mismas de toda relación humana porque acaba con la confianza, la buena fe, la lealtad que debe existir entre las personas, entre los particulares y el Estado, entre los individuos y la sociedad.
Se ha puesto de moda en Colombia la presentación, ante la comunidad, los medios de comunicación y el Estado, de títulos académicos falsos, bien porque no existen, o porque la institución educativa que se dice los expidió no lo hizo, o porque corresponden a cursos cortos, informales o pasajeros, de actualización o complementación, sin mayores exigencias académicas, y son presentados como postgrados de especializaciones, maestrías y hasta doctorados, sin serlo.
No se ve la utilidad que para un profesional serio o para su prestigio o crédito tengan tales títulos falsos, presentados o expuestos de manera engañosa. Por el contrario, quien es descubierto en estas prácticas mentirosas - y la verdad sale a flote tarde o temprano- no solamente queda mal, pierde todo prestigio y credibilidad, sino que muy probablemente está cometiendo un delito.
Esas bases falsas a las que nos estamos acostumbrando - en esta y en otras materias - amenazan con destruir nuestra organización democrática.