La intención inicial de sus promotores, no era la de derogar la Constitución de 1886 para introducir una nueva sino la de introducir una reforma integral que superara las gravísimas circunstancias en que se debatían la sociedad y el Estado -crímenes, secuestros, violencia, terrorismo- y que simultáneamente el Estatuto Fundamental fuera actualizado, tanto para salvaguardar derechos, garantías y libertades, sino para reestructurar el poder público, fortalecer la democracia participativa y asegurar la paz y la justicia social.
La Corte Suprema de Justicia, al revisar el Decreto Legislativo 1926 de 1990 (Sentencia 138 del 9 de octubre de 1990), declaró inconstitucional el temario que se asignaba a la Asamblea -por contrariar la decisión popular del 27 de mayo del mismo año, que no había delimitado su poder reformador- y también rechazó el control jurídico sobre las decisiones de dicho cuerpo. Por tanto, tras la votación del 1 de diciembre de 1990 -cuando fueron elegidos sus miembros y aprobadas las reglas de la convocatoria- quedó claro que ya no estábamos ante el poder de reforma, a cargo de una asamblea constitucional (órgano de competencia restringida) sino ante una verdadera Asamblea Constituyente, con todo el poder político necesario para sustituir el ordenamiento en vigor y establecer una Constitución nueva y distinta, con valores y postulados que, como lo hemos visto en estos treinta años, si bien no han sido desarrollados en su integridad, han modificado cualitativamente el sentido y los fundamentos de nuestro Derecho Público.
Desde luego, no todo es novedoso en la Constitución, pues en su texto se consignan principios, prescripciones y reglas que encuentran sus raíces en las primeras constituciones y en los ideales políticos de la democracia liberal y en las bases mismas del Estado de Derecho, pero es indispensable reconocer que, como lo expresó la Corte Constitucional desde 1992, la Carta del 91 introdujo muchos conceptos que actualizaron el orden jurídico colombiano; valores de innegable trascendencia, y ante todo principios superiores que propenden -así lo dice el preámbulo constitucional, que hoy tiene poder vinculante- deberían conducir a nuestra sociedad hacia los más altos objetivos -todavía, infortunadamente, inalcanzados- como los de “asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana”.
La Constitución, tras proclamar como sus fundamentos (los cimientos del sistema) el respeto a la dignidad humana, el trabajo, la solidaridad y la prevalencia del interés general, señaló unos fines esenciales del Estado: servir a la comunidad, promover la prosperidad general; garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo.
Propósitos del 91 que treinta años después, en buena parte, son todavía eso: propósitos.
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