No podemos estar más de acuerdo, pues están de por medio la dignidad, la estabilidad emocional y los derechos fundamentales de los menores. Aunque, desde el punto de vista jurídico, se debe precisar que la norma no es nueva. Desde 1991, el artículo 12 de la Constitución estableció que nadie -mucho menos un niño- será sometido a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Y, según el 44, la familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos, los cuales “prevalecen sobre los derechos de los demás”.
El vigente Código de Infancia y Adolescencia, adoptado por Ley 1098 de 2006, dispuso en su artículo 18 que los niños, niñas y adolescentes tienen derecho “…a la protección contra el maltrato y los abusos de toda índole por parte de sus padres, de sus representantes legales, de las personas responsables de su cuidado y de los miembros de su grupo familiar, escolar y comunitario”. La norma entendió por maltrato infantil “toda forma de perjuicio, castigo, humillación o abuso físico o psicológico, descuido, omisión o trato negligente, malos tratos o explotación sexual, incluidos los actos sexuales abusivos y la violación y en general toda forma de violencia o agresión sobre el niño, la niña o el adolescente por parte de sus padres, representantes legales o cualquier otra persona”.
Es decir, no estaba autorizada la corrección mediante violencia física. Pero, más aún, la Corte Constitucional, mediante Sentencia C-371 del 25 de agosto de 1994 -que hizo tránsito a cosa juzgada constitucional- había declarado que la facultad de sancionar “moderadamente” a los niños, plasmada en el artículo 262 del Código Civil, tal como quedó redactado en el Decreto 2820 de 1974, solamente era exequible en el entendido según el cual “…de las sanciones que apliquen los padres y las personas encargadas del cuidado personal de los hijos estará excluida toda forma de violencia física o moral…”.
Sostuvo la Corte: “El uso de la fuerza bruta para sancionar a un niño constituye grave atentado contra su dignidad, ataque a su integridad corporal y daño, muchas veces irremediable, a su estabilidad emocional y afectiva. Genera en el menor reacciones sicológicas contra quien le aplica el castigo y contra la sociedad. Ocasiona invariablemente el progresivo endurecimiento de su espíritu, la pérdida paulatina de sus más nobles sentimientos y la búsqueda -consciente o inconsciente- de retaliación posterior, de la cual muy seguramente hará víctimas a sus propios hijos, dando lugar a un interminable proceso de violencia que necesariamente altera la pacífica convivencia social”.
Así que la norma ahora aprobada no es nueva. Prohíbe lo que ya estaba prohibido. A nuestro juicio, lo que importa -más que la aprobación de nuevas normas que digan lo mismo- es la práctica. Y la cultura del respeto efectivo y real a los derechos de los niños.
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