Cuanto ha venido ocurriendo -si se mira con un sentido objetivo-, está causando enorme daño a todos: ante todo a las instituciones, que han entrado en un inaceptable paréntesis; al Gobierno, que se ha mostrado renuente al diálogo y ha querido disimular su evidente debilidad y falta de liderazgo con la apelación al autoritarismo, propiciando abusos de la fuerza pública y violación de derechos humanos; a la Policía, que ha cambiado el tradicional respeto y confianza de la ciudadanía por el miedo y el rechazo generalizado, y que en muchos lugares se ha hecho acompañar, o al menos no ha rechazado la compañía de civiles armados ilegalmente; a los miembros del denominado Comité de Paro, que en razón de los bloqueos han venido perdiendo legitimidad y no tienen la representación de todos los sectores de protestantes; a los organizadores de las marchas, porque éstas -aunque, en principio pacíficas- han sido infiltradas por grupos violentos que han incendiado y destruido bienes públicos y que, por paradoja, no han sido neutralizados por las autoridades; a los órganos de control, investigación y defensa de la ciudadanía, que han perdido credibilidad porque no han ejercido sus funciones constitucionales a cabalidad; al Congreso, que se ha dejado comprar por la “mermelada” y no ha querido ejercer el control político que le corresponde; y, por supuesto, los perjuicios más graves los han sufrido la economía y los ciudadanos del común -incluidos los más pobres-, por cuanto los bloqueos a las vías públicas han impedido el suministro y abastecimiento de productos, encareciéndolos, y ha sido obstaculizado inclusive el paso de medicamentos, ambulancias y personal asistencial, en plena crisis de salud.
Han sido evidentes el desconocimiento y la vulneración de normas, tanto constitucionales como legales e internacionales sobre Derechos Humanos. Basta ver que a diario aumenta el número de muertos y desaparecidos durante las protestas, con grandes probabilidades de impunidad generalizada.
No hemos escuchado una condena presidencial a los excesos de la fuerza pública, ni se ha indagado por qué, ni cómo han tenido lugar los casos -ampliamente denunciados- de homicidios, violencia sexual y desaparición forzada en el curso de las marchas.
Ha brillado por su ausencia un pronunciamiento oficial sobre el reconocimiento público de civiles que han constituido grupos privados armados y que, so pretexto de defensa, disparan contra los marchantes. No hay judicialización, ni procesos penales sobre tan delicado asunto.
Un panorama oscuro y desolador, en que hace mucha falta el Derecho.
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